jueves, 25 de enero de 2018

Annagreta Vive


Annagreta era rubia, de ojos de un azul claro, sin llegar a celeste. Alta y delgada, pero de fuerte contextura. Espaldas anchas que sostenían rotundos pechos escandinavos. Tenía voz gruesa, aunque femenina, y solía hablar en un tono más fuerte que sus compatriotas, siempre tendientes al hablar en voz baja. Cuando la conocí, siendo un expatriado meridional en un suburbio de Estocolmo, Annagreta ya se había separado de su marido y criaba dos hermosas mellizas rubias, Petra y Pernila, a las que educaba en un ambiente cosmopolita de inmigrantes griegos, turcos, chilenos, argentinos y uruguayos, sus amigos, con discos de Mikis Teodorakis, Violeta Parra y Mercedes Sosa. La finlandesa Arja Sajonmaa cantaba Gracias a la Vida y el holandés Cornelis Vreeswijk interpretaba los poemas del trovador sueco del siglo XVIII, Carl Michael Bellman.
Annagreta había tenido un agitada juventud en los vertiginosos años '60, era simpatizante del VPK (Partido de Izquierda de los Comunistas) y discutía con frecuencia con mis amigos del SAP (Partido Obrero Socialdemócrata). Nada de eso le impedía su dedicación a pequeñas artesanías textiles y de madera, el cuidado de sus hijas y encabezar los reclamos habitacionales y de urbanización ante la municipalidad y su empresa de viviendas.
Annagreta fue una maravillosa amiga. Me hizo conocer a los poetas suecos que le gustaban, empezando por Ebert Taube -que fue durante unos años ciudadano argentino-, Ivar Lo-Johansson y Moa Martinsson. Y fue también la amiga de esa gran familia de suramericanos a los que, con su afecto, su camaradería y su fuerte personalidad, los ayudó a comprender y, finalmente, a querer esa extraña tierra de inviernos eternos y veranos fugaces y resplandecientes. Gracias a ella, esos siete años de exilio lograron tener momentos inolvidablemente felices y gratos, de hermosos Midsommarafton, de cálidas mañanas de Santa Lucía. Annagreta consiguió que la nostalgia nunca superase la felicidad de encontrar en Septentrión amigos que serían para siempre.
Su pastel de ruibarbo sería, desde esa época, el agridulce sabor del exilio sueco y los numerosos snaps de aguardiente que tomamos juntos, gracias a ella y a otros queridos amigos, nunca se convirtieron en la amarga embriaguez del desasosiego y el desarraigo.
Cuando volvimos a Estocolmo a filmar Mirta de Liniers a Estambul, Annagreta y sus amigos alquilaron nada menos que un castillo cercano a Jakobsberg para reunir a todos los viejos amigos y celebrar el regreso, el reencuentro y agasajar al grupo de directores, actores y técnicos que me acompañaban. Mis amigos serían siempre sus amigos. En su casa, en su cocina y en su dormitorio, filmamos varias de las escenas de Mirta y su turco enamorado.
Una tarde de verano llegó hasta nuestro departamento con un vestido largo, blanco y una también blanca capelina y, colgando de su hombro, su cámara fotográfica.
-Vamos a vestirnos muy elegantes, me dijo, y vamos a sacarnos fotos al bosque.
Me puse mi saco blanco y Soledad, mi hija menor, se puso también su vestido largo de fiesta y nos sacamos una decena de fotos. Hoy he encontrado sólo esta. Estamos de espalda. Somos jóvenes y Soledad una niña.
En 1996 volví a visitarla. Vivía en una pequeña casita en Flen, una aldea de 6300 habitantes al oeste de Estocolmo, en el distrito de Södermanland, con una hermosa estación de ferrocarril. Pasamos un día juntos, recordamos viejos amigos, bellos momentos, tomamos cerveza y snaps y, quiero recordar, comimos pastel de ruibarbo.
Hoy me cuentan que Annagreta acaba de fallecer de un derrame cerebral, el mismo maldito accidente que se llevó a Isabel, la amiga de Annagreta, y madre de mis hijas. Ya hacía unos años que su vibrante cerebro no era lo que había sido, pero para mí seguía siendo muy grato saber que Annagreta estaba allí, cuidada por sus mellizas, hoy ya hermosas mujeres que, gracias a Annagreta, hablan español y son felices y agradecidas de haber tenido una infancia rodeada de hombres y mujeres de todo el mundo.
Tenía pensado encontrarme con Annagreta este verano septentrional. Hubiera sido una fiesta celebrar el Midsommar con ella, aunque ya no pudiésemos recordar esos viejos tiempos. Ya no va a ser posible.
Pero en mi corazón, en el de Guadalupe y en el de Soledad, Annagreta Segerberg será siempre la paráfrasis de un pueblo generoso, abierto y solidario. Conocimos y hemos querido a una de sus mejores hijas. Podemos decir, nosotros, argentinos que nos negamos a aceptar la muerte de nuestros grandes hombres y mujeres, que Annagreta vive.
25 de enero de 2018

lunes, 22 de enero de 2018

El optimismo del periférico Aki Kaurismäki


Acabo de ver “Le Havre”, una película del finlandés Aki Kaurismäki. Es una delicia.
De alguna manera, pese a su tranquilidad escandinava, a su alto desarrollo tecnológico y a su notable bienestar económico, Finlandia es una nación y una cultura periféricas.
Descendientes de una de las columnas migratorias de la Horda de Oro, estos ugrios originados en los Urales, fueron durante siglos disputados por la Corona Sueca y la Corona Moscovita. Su lengua llamó Ruotsi" (suecos) a los señores suecos que dieron origen a la dinastía Romanoff, y esa palabra le puso nombre al enorme imperio que terminó de consolidar Catalina la Grande, Rusia.
La burguesía finesa, a fines del siglo XIX, hablaba sueco como primera lengua, y el finés confinado a los espesos y nevados montes salpicados por miríadas de lagos, se consideraba un idioma extinguido. Mientras tanto, Finlandia y Karelia eran parte del imperio zarista.
El nacionalismo finés nació, por lo tanto, vinculado a su reivindicación lingüistica y su precursor fue el científico Elías Lönnrot, autor del Kallevala, la recompilación de viejas tradiciones, baladas y mitos fineses. Obtuvo su independencia con la Revolución de Octubre y vivió casi todo el siglo XX bajo la sombra amenazante de su gigantesco vecino.
Insisto, Finlandia y los finlandeses son periféricos.
Y eso es lo que se trasluce en las películas de Aki Kaurismäki, por lo menos, las filmadas en los últimos años.
El tipo reniega del actual cine de Hollywood, de los grandes decorados, de los colores rutilantes, de los despliegues tecnológicos y hace un cine que, en cierta forma, se asemeja, en su lenguaje, en su estructura y hasta en su melodramatismo, al mejor cine argentino de nuestro época dorada, al de los '40 y '50.
Le Havre es una historia, como suelen serlo las de Aki, de gente periférica, pobre, simple, del montón, casi de descarte: un anciano lustrabotas del puerto de Normandía, Le Havre, apellidado Marx; su esposa enferma de cáncer llamada Arletty, como la actriz de “Les Enfants du Paradis”; una panadera gorda y rubicunda, un verdulero malhumorado y un niño de Gabón, negro e ilegal al que lo busca la policía para deportarlo, una perra obviamente llamada Laika. Y un inspector de policía, francés como el beaujolais, llamado Monet, como el policía de Crimen y Castigo, que sabe diferenciar entre crimen e inmigración.
De paso hace trabajar en dos cameos, nada más y nada menos, que a Pierre Etaix y a Jean Pierre Leaud, dos genios de los años 60. Ah, y el tango, que los finlandeses consideran propio, con la voz de... Carlos Gardel y “Cuesta Abajo”, como van las vidas de estas pobres y tiernas figuras.
Aki Kaurismäki es dueño de un envidiable optimismo basado en una hermosa confianza en la naturaleza solidaria del alma humana. Y está convencido que Dios premia a la gente simple, buena y fraterna.
No sé si esto es cierto, pero Aki lo cree y encontrarlo en una película es muy reconfortante.

Buenos Aires, 21 de enero de 2018