domingo, 28 de febrero de 2021

Un cumpleaños sobre el Oceáno Atlántico


El 28 de febrero de 1985, un grupo de seis personas jóvenes tomaron un avión de SAS en el aeropuerto de Ezeiza. El destino final del vuelo era Estocolmo. Se trataba de cinco muchachos jóvenes de menos de cuarenta años y una rubia muchacha de apenas 19 años. Su padre debió firmar una autorización para que pudiera salir del país. Las leyes de entonces daban la mayoría de edad recién a los 21 años.

Subieron ruidosamente al avión y se acomodaron muy cerca unos de otros. Iban a filmar una película, cuyo rodaje ya había comenzado en Buenos Aires y se completaría con una semana de filmación en Estocolmo y, de ser posible, un par de días en Estambul. Los viajeros eran dos directores que realizaban su opera prima, un libretista que había vivido exilado en Estocolmo, un director de fotografía que había estado detenido en el siniestro estadio Nacional cuando el golpe de Pinochet y un actor y una actriz. Ambos tenían los roles protagónicos en la película.

Para todos, menos para el libretista, ese era el primer viaje a Europa que realizaban en su vida. Los embargaba una emoción muy difícil de describir. Habían salido recién de la oscura y sangrienta noche de la dictadura, habían sobrevivido en silencio, alguno de ellos en un exilio interior, lejos de Buenos Aires. Unos habían aprovechado la suspensión despótica de la actividad política para estudiar cine o actuación. La actriz había aparecido de la noche a la mañana protagonizando una película que hablaba de la Guerra de Malvinas. Detrás de esa aparición había años de estudio y dedicación. Hablaban mucho durante la primera parte del vuelo que hacía escala en Río de Janeiro. Hacían esos típicos chistes de grupo cerrado que se refieren a momentos o situaciones que han vivido juntos, donde alguien dijo una tontería o hizo un papelón. Se reían. Daban toda la impresión de estar muy felices.

Llegarón a Río de Janeiro donde el avión se detuvo no mucho más de media hora o cuarenta minutos y se lanzaron a cruzar el Atlántico. Ya era cerca de la medianoche.

La cabina de los pasajeros estaba en penumbras. Muchos dormían después de la cena. Solo se veían las luces del lugar del personal del vuelo y un rumor suave y adormecedor vibraba en el espacio de la cabina. Afuera era noche oscura.

Ya era 1° de marzo.

Entonces, se empezó a escuchar con nitidez, pese a la voz baja con que cantaban, el cumpleaños feliz que heredamos de la tradición inglesa. Y uno de los directores y el libretista aparecían en los pasillos de la cabina con copas de champagne que distribuyeron entre los otros miembros del grupo.

El actor, Norberto Díaz, cumplía 33 años en el medio del Oceáno Atlántico, en vuelo a Estocolmo, donde se convertiría en el Enrique al que el exilio, la neurosis y la vida le hacen perder para siempre a Mirta, convertida en mujer por el mismo exilio. 

Norberto Díaz se fue antes de lo que debía.

De todas maneras, feliz cumpleaños, Norberto. Nuevamente festejás tu nacimiento en el cielo, como aquella madrugada sobre el Atlántico.

Buenos Aires, 28 de febrero de 2021

viernes, 26 de febrero de 2021

Gardel, Rubén Juárez y un taxista


Después de cuatro meses de encierro, solo matizado por alguna visita al chino a nutrir la bodega, hoy salí. Barbijo, guantes de goma, alcohol, bufanda, gorra -mi hija me regaló un barbijo que hace juego con mi gorra-, todas las precauciones, para ir al genio de mi peluquero, el gran Miguel Ale Granado, que me había dado hora a las 11. Estaba inquieto como quien se prepara a bajar a una cámara séptica.

Tomé un taxi y llegué puntualmente, no sin antes discutir livianamente con el taxista que protestaba por los senegaleses que exhiben sus mantas con mercadería en la zona del Once. “Peor es Macri”, le dije para ponerle punto final a la conversación.

Alejandro llevó adelante todo el protocolo correspondiente: alcohol en las manos (guantes), en los zapatos, su barbijo, el salón -que forma parte de su propio departamento en un piso alto en Corrientes y Callao- con un grato olor a desinfectante. Me atendió con la gentileza de siempre, me contó lo feliz que se sentía en la cuarentena. De los torneos de truco y generala con su bella mujer y su hijo. Su descubrimiento de Netflix.

- Yo todas las noches tenía que salir a algún espectáculo teatral -Alejandro es también un fino productor de teatro-, si no no podía irme a la cama. Con Netflix encontré la solución. Netflix ha ocupado el lugar de Dios, me dijo, muerto de risa.

Cambiamos chimentos políticos y otros más picantes y salí convertido en otra persona, no sin antes brindar por la Pachamama con caña y ruda. Así es Alejandro.

En el viaje de vuelta, el taxista era un criollo en los cuarenta años, simpático y de muy buena onda. Distraído en mirar la ciudad a la que, como digo, no veía desde hace cuatro meses, me puse a cantar, con voz apagada por el barbijo, “Tirao por la vida de errante bohemio, / estoy, Buenos Aires, anclao en París”.

El morocho me mira y pregunta qué tango estaba cantando. Le cuento. Anclao en París se llama, es un tango de Cadícamo, le digo.

- ¿Quiere escucharlo?, me pregunta y comienza a manipular el teléfono celular que tenía sobre el tablero del coche. Encuentra una versión y me pregunta:

- ¿Por Gardel le gusta?

Inmediatamente me vienen a la memoria las imágenes de ese desgarrador Gardel cantando el mismo tango en la película El Exilio de Gardel de Solanas, y le digo que sí, con todo gusto.

Lo escuchamos y lo disfruté mientras recorríamos el Once por Rivadavia. Gardel grabó ese tema en el año 1931, es decir hace exactamente 89 años, y el dato tiene que ver con el diálogo que tuvimos a continuación.

- Habla de Corrientes y de Suipacha y Esmeralda, me dice el taxista.

Es decir, me dio la impresión de que era la primera vez que lo oía. La impresión se confirmó con lo que me dijo a continuación:

- No le entendí muy bien. Habla muy rápido. Hay partes que no sé qué dijo.

Me puse a pensar y a comparar mentalmente si los porteños de hoy hablan más lento que hace 90 años o pronuncian de otra manera. Por la memoria me pasaron los viejos noticieros cinematográficos, donde la voz del relator difiere en tonalidades y prosodia con la que hoy escuchamos por la radio o la televisión.

- Vamos a buscar otra versión, me propone y comienza a escribir nuevamente el nombre del tango y aparece una versión de Rubén Juárez.

- Esa, le digo, dejá esa.

Y el Negro Juárez comienza a cantar esta versión maravillosa de la queja porteña por excelencia. Mientras, le cuento que Rubén Juárez cantaba y tocaba el bandoneón, un bandoneón blanco.

- Ah, me dice, esto es otra cosa. Ahora entendí bien la letra. Y le pone dramatismo, agrega muy complacido.

Efectivamente, la distancia que hay entre la versión clásica de El Mudo y la de Rubén Juárez no es lingüistica, no es de prosodia. Es una diferencia de percepción, de orquestación, del modo de concebir la música porteña. La versión de Juárez podría haberse grabado ayer, pese a que tiene ya 49 años (es de 1971). Pero en esos cuarenta años entre una y otra el país, la ciudad, sus hombres y mujeres y su sensibilidad, cambiaron totalmente. Todo, incluso el tango, se hizo más complejo, la realidad tiene mayor orquestación que las guitarras de Barbieri y Julio Vivas. Todo tiene un más profundo dramatismo, para usar la metáfora de mi desconocido taxista al que le hice descubrir dos momentos paradigmáticos del tango.

Después me he pasado la tarde escuchando a Rubén Juárez y admirando su extraordinario talento.

Buenos Aires, 1° de Agosto de 2020


miércoles, 24 de febrero de 2021

De Anchorena a Paolo Rocca

En los tiempos del Peludo

se llamaban Anchorena,

Santamarina, Iraola,

Pereda, Casares, Paz

Cárcano y Álzaga Unzué.

Esos viejos apellidos

de hispánica resonancia

hoy han sido reemplazados

por ítalos patronímicos:

Roggio, Ratazzi y Macri,

Mastellone y Calcaterra,

Bulgheroni y Di Tella

y el commendatore Rocca.

¿Qué fue de aquellos señores,

gente de fraude y levita,

viajes a Francia con vaca,

revista Sur y Tagore?

Hoy se impone una camada

de gente bruta y muy rica

que creen que Miami es Niza,

mientras sigue la negrada

sirviendo a los italianos

como ya sirvió a los dueños

de aquellas vacas preñadas.

19 de febrero de 2020

martes, 23 de febrero de 2021

Dos historias de taxis

I

Tomo un taxi desde el Htal. Fernández. A poco de andar lo llamo a mi compañero MP para conversar sobre los acontecimientos de la tarde. Hablamos un rato, nos reímos, insultamos, calificamos grosera y graciosamente y todas esas cosas que dicen dos políticos cuando hablan.

Por fin cuelgo. Tímidamente el conductor me pregunta que pasó con Verbitisky, cuyo nombre había oído en la conversación. Le cuento y eso dio inicio a una linda charla con un tachero peronista, informado e interesado en lo que ocurre. Llegamos a mi casa. Me bajo y nos saludamos amistosamente.

A la media hora de estar en casa y ya acomodado en la computadora, suena el celular.

Número desconocido.

Era el taxista para decirme que me había dejado el cuaderno de mis anotaciones personales y laborales. Que tarde, ya en la noche me lo alcanzaría. Que la charla que habíamos tenido ameritaba el viaje para devolverme mi cuaderno.

¡Viva Perón!


II

O estoy teniendo una gran suerte con los taxis que tomo o la pandemia ha hecho un milagro en el gremio.

Paro un taxi en Río de Janeiro y Rivadavia y le pido que me lleve a Rosario al 800.

- En Primera Junta, me dice el joven conductor.

- Si. le respondo. Hay que doblar en... la calle esa donde empieza la plazoleta...

- Centenera, me replica rápidamente.

- Eso, del Barco Centenera, le digo. El primer poeta que usó la palabra Argentina para llamar a estas tierras, comienzo ya en pesada e inútil exhibición.

- Ah, no sabía, me dice el taxista.

- Así es, continúo, dejándome llevar por mis propias asociaciones. Creían que por aquí había plata y por eso lo del Río de la Plata y Argentina.

- Pero no había, me responde, siguiéndome la corriente.

- No, por acá no había nada. Había, pero en Bolivia, en Potosí.

-Y se la llevaron toda, me dice.

- Efectivamente, y produjeron la primer gran inflación europea.

De pronto me doy cuenta del giro que tomó la conversación y le pido disculpas:

- Perdoná, digo, me agarró un ataque de Libro Gordo de Petete.

Así me bautizó hace años mi viejo amigo Juan Carlos Ursi, el mismo que justicieramente llamó La Protesta Humana a mi hija Soledad, cuando era una protestona nenita de dos o tres años.

- No, por favor, me encanta la historia, pero me gusta más cerca. Mi preferido es José de San Martín.

Quedé atónito.

- Al principio, continuó, no me gustaba. Eso de pelear en el ejército español, de pelear en África por los españoles, no me gustaba nada. Pero después empecé a leer y entendí mejor todo.

Yo no podía creer la situación y el giro de la conversación.

-Por eso me gustó la película de Rodrigo de la Serna, siguió el sanmartiniano conductor, porque habla como un español, si él no había vivido aquí, ¿como iba hablar?

Y seguimos así. Le conté de los hermanos que habían muerto en Filipinas peleando por el mismo rey contra el cual había luchado José. Le conté que, con Jorge Coscia, habíamos hecho una película que la podía ver en Youtube, El General y la Fiebre.

- Ah, de cuando se enferma, me respondió, no, no la vi, pero esta noche la voy a ver.

Y le conté de su paso por Saldán y de su idea de llegar al Perú por Chile y esas cosas de las que casi nunca hay oportunidad de conversar.

Estábamos llegando.

- Yo fui granadero, me confesó, pero todavía ahí no era tan hincha de San Martín. Después me hice, cuando empecé a leer sobre él.

Nos dimos la mano.

-Esta noche voy a escribir este encuentro en Facebook, le dije.

-Y yo voy a ver su película, me prometió.

Y ahí partió, montado en su caballo negro y amarillo, un hijo contemporáneo del Gran Capitán de los Andes