martes, 26 de febrero de 2019

Soneto de un albañil ante un presidente impávido y asustado


Yo me animo y le canto las cuarenta.
No se puede seguir sin protestar.
El asado cambié por la polenta.
El bañito quedó sin terminar. 


La moto ya la puse a la venta.
La garrafa no la puedo pagar.
Yo voy y le canto las cuarenta,
a veces no puedo ni respirar.


Con respeto le digo, Presidente,
no me diga que espere al mañana,
hagamos las cosas en el presente


que nunca estuve peor. Esa es la llana
verdad que en el barrio se siente.
Hagan algo la concha de mi hermana.


Buenos Aires, 26 de febrero de 2019

domingo, 17 de febrero de 2019

Los Perros de Berlín y la adictiva pérdida de la metáfora


Acabo de ver la primera sesión -ignoro si hay segunda- de Los Perros de Berlín.
El género novela y película policial ha sido, desde la aparición de la novela negra, un gran develador de las condiciones sociales y morales de una sociedad. Si se analiza El Largo Adiós de Chandler o Chinatown de Polanski uno se enfrenta a una situación criminal -una muerte, una desaparición- que esconde algo que no se ve a primera vista o se niega verlo. Y queda evidenciado que lo que se ha vista es una especie de metáfora, donde hay por lo menos dos planos: la historia policial propiamente dicha y por debajo en capas sucesivas, la hipocresía, la inmoralidad, la venalidad, la lucha de clases y todos los elementos que componen las relaciones humanas, en este caso, capitalistas. Bien.

Cuando uno se enfrenta a una serie, que dura cinco o seis veces más que un largometraje, que más que una novela es casi una saga, donde, debido justamente a la duración, hay una mayor cantidad de datos, de subhistorias, de personajes principales y secundarios, la metáfora de la que hablaba más arriba se convierte en una especie de hipérbole, de exageración.


La serie es, obviamente, buenísima, apasionante, una vez empezada no se puede dejar de ver. Grandes actuaciones, personajes verosímiles, conflictos creíbles. Pero ese ojo puesto en el mundo del delito, durante tantas horas, deja la impresión de que, o bien Berlín es la ciudad más corrompida del mundo y Alemania es un estado a punto de convertirse en fallido, o todo eso que hemos visto es exagerado. Quiero decir, si uno describe una ciudad con aspectos solamente angelicales no se hace creíble. Pero si uno describe una ciudad con aspectos solamente demoníacos o infernales, tampoco se hace creíble.



Lo mismo me pasó con Un Gallo para Esculapio. La descripción inicial de los tres o cuatro primeros capítulos es de un realismo y una verosimilitud casi documentales. El espectador -yo- siente que efectivamente es así y que nadie hasta ahora había logrado pintarlo de esa manera. Pero a medida que se estiran los capítulos la sordidez abruma y se convierte en irreal, en fabulada. Uno sabe que esa realidad existe, que esos personajes despiadados, degradados, miserables, despóticos, psicopáticos existen y que ese paisaje social es muy cercano a la realidad. Pero en un momento se pierde el misterio de la metáfora, de la alusión, es puro realismo crudo, casi "snuff".



Los Perros de Berlín se mete con varios negocios: el de las apuestas, el de las drogas, el de la corrupción policial, el del racismo, el de la mafia turca y la mafia croata. Vale la pena verla, es muy atractiva y apasionante. Pero deja la impresión que en algún momento se fueron al demonio.

lunes, 11 de febrero de 2019

Sorjonen o la Finlandia postsoviética


Finlandia (Suommi para sí mismos) constituye una singularidad en esa bellísima región formada por una especie de doble península integrada por los países escandinavos y, justamente, Finlandia y su contraparte rusa, Karelia. Es una singularidad porque no forma parte de ninguna de las dos grandes potencias de los siglos XVII y XVIII en la región, Rusia y Suecia. Es una singularidad porque no se habla una lengua germano nórdica ni una lengua eslava. Se habla el finés, lengua que hasta 1850 era considerada una lengua muerta por la clase de propietarios agrarios y burgueses citadinos que hablaba sueco, aún cuando fuera Rusia el imperio al cual pertenecía el Gran Ducado de Finlandia.

En lo profundo de los bosques, a orillas de los miles de lagos de la región, había miles de campesinos sometidos a un régimen de servidumbre que mantenían el idioma finés. El movimiento nacionalista se desarrolló a partir de la lucha por el reconocimiento lingüístico -ya lo he contado en alguna otra oportunidad- hasta que la Revolución Rusa de Octubre de 1917 le dio a Finlandia su independencia y soberanía.
Entre enero y mayo del año siguiente, 1918, tuvo lugar una sangrienta guerra civil, entre propietarios y desposeídos, que tuvo como resultado la muerte de unos 40.000 finlandeses, 6.000 de ellos menores de 20 años. Las historias de los guardias rojos derrotados cavando sus propias tumbas para ser fusilados por los blancos todavía son material para novelas.

Derrotados los rojos, Finlandia se convirtió en un protectorado del Imperio Alemán, hasta que en ese mismo año, el Kaiser es derrotado y, bajo la protección de los aliados "democráticos" -Francia, Inglaterra y EE.UU.- se crea la República de Finlandia y se celebran las primeras elecciones de su historia. 1918, dos años después de las primeras elecciones libres de nuestra propia historia.

Obligada a vivir al lado Rusia y su inevitable gravitación cualquiera sea el régimen político social que tenga, Alemania, con quien comparte el Mar Báltico, y Suecia, con quien ha convivido a la fuerza y comparte el idioma y las islas Ålands, los finlandeses han sabido arreglarselas.

Así como supieron, con el presidente Uhro Kekkonnen, que gobernó el país durante 26 años, evitar ser invadidos por los soviéticos y hacer buenos negocios con ellos, convirtiéndose en la puerta por donde entraba a la URSS la tecnología occidental, los cambios experimentados en Rusia a partir de 1989 tuvieron su inevitable repercusión en la pacífica Suommi.

Sorjonen, la serie que acabo de terminar de ver en su primera temporada, da cuenta de estos dramáticos cambios. Como ha puntualizado el amigo Fernando Musante, a cien kilómetros de Lappeenranta, al sur del país, está la ciudad fundada por Pedro el Grande, en 1703, doscientos veintitrés años después que el vasco Garay fundara Buenos Aires, San Petersburgo. Esa cercanía no puede ser inocua.

Me causó mucha gracia la especial maldad, que después no vi repetida en otros capítulos, del primer capítulo, en el cual el viejo dentista depravado que gusta de manosear adolescentes desnudas y anestesiadas se llame Gösta Lilljeberg, es decir, sea sueco.

domingo, 3 de febrero de 2019

Jean Baptiste Boussinggault


 

En la oficialidad del ejército de Simón Bolívar había muchos europeos. Alemanes, ingleses, franceses, irlandeses, oficiales que habían luchado en las guerras napoleónicas y que habían trasladado su espada, su inquietud y su sed de aventuras a estas tierras convulsionadas y vírgenes en su mayor extensión. Entre esos hombres, que habían conocido todos los grandes campos de batalla europeos, desde Marengo hasta Waterloo, había un joven de apenas veinte años totalmente ajeno a la profesión de la guerra. Era un químico, especializado en minas, que Simón Bolívar había contratado para una explotación minera en Venezuela. La tentación de la inmensa América hispana fue una invitación a la aventura que los veinte años de Boussingault no pudieron rechazar. En sus andanzas de trabajo descubre, en Mérida, un nuevo mineral al que llama "gaylussita", en homenaje a su compatriota, el científico Gay Lussac, el de las leyes de los gases, que llevan su nombre. Por fin abandona su actividad específica y se une al ejército del Libertador y, junto con él, recorre todo el norte del continente suramericano. Ecuador, Perú, Bolivía, Venezuela, Nueva Granada o Colombia son los mundos que el francesito va descubriendo junto con los miles de hombre que conforman el ejército.
En esa situación de proximidad con los grandes jefes de la Independencia, Jean Baptiste es testigo de la más potente, excepcional y revoltosa historia de amor de todo el siglo XIX, los amores entre Simón Bolívar y Manuelita Saenz (quien quiera conocer más sobre esta historia le recomiendo este vídeo.)
Terminadas las guerras de la Independencia con la batalla de Ayacucho, el francesito vuelve a su tierra, se casa e inicia una carrera científica y profesional destacadísima tanto en la industria química como en la ciencia agrícola, actividad que lo tuvo casi como su fundador. De ideas republicanas moderadas llegó a ser diputado por el distrito de Alsacia, donde residía y tenía sus emprendimientos agrícolas. Fue miembro de la Academia de Ciencias de Suecia y en 1851 fue destituido de todos sus cargos e inhabilitado para todo desempeño público como consecuencia de sus opiniones políticas y de un brote reaccionario contra la ciencia y los científicos. Murió en 1887, a la entonces poco alcanzada edad de 86 años. Y con su muerte comienza la otra parte de la historia de Jean Baptiste Boussingault.
En 1887, en América nadie, pero absolutamente nadie recordaba que había existido una mujer llamada Manuela Sáenz. Después de la muerte del Libertador, la Libertadora -como se la conocía- desaparece de la historia. Es expulsada de Bogotá, recala en Quito, donde tampoco quieren saber nada con ella, y la muchacha nacida bajo la sombra del Chimborazo, y tan volcánica como él, se pierde en un puerto ballenero en el Perú, el puerto de Paica. Acompañada de Jonatás, la última de sus dos asistentes negras, que habían sido desde que todas eran niñas, sus esclavas, y que con Nathán habían hecho vibrar la fantasía y el deseo de quienes las vieron cabalgar vestidas de húsares por las calles de Quito, Manuela pasó sus últimos veinte años haciendo cigarros y vendiéndolos a los marinos balleneros que recalaban en la inhóspita y pobre Paica. Se sabe que tres hombres vinieron a visitarla a lo largo de esos años. el italiano José Garibaldi no quiso irse de América sin antes saludar a la Libertadora. Simón Rodríguez, el legendario Samuel Robinson, el maestro de Bolívar, el hombre que le hizo jurar en la Roma de los Césares que dedicaría su vida a la independencia de América, uno de los hombres más geniales que haya dado esta tierra, fue a verla sabiendo que se acercaba su propio fin y un capitán de un buque ballenero se enteró que en ese puerto dejado de la mano de Dios vivía la mujer que unas décadas atrás había sido la Libertadora del Libertador, la más poderosa del continente. El capitán era norteamericano, se llamaba Herman Melville y unos años después entregaría a la imprenta una novela llamada Moby Dick.
Pero nadie más recordaba que había habido una Manuelita Sáenz de trenzas untuosas, de suave bozo y mano firme.
Entre los papeles que dejó Boussingault había un diario de su estadía americana, un minuciosos reporte sobre sus actividades, sobre lo que veía y sobre los acontecimientos que estaba viviendo. Y en esos diarios estaba radiante como una mañana, contada con detalles exquisitos, con minuciosidad de científico, Manuelita Sáenz y su enloquecido amor por el caraqueño, sus peleas y sus reencuentros, tan tórridas y pasionales, las unas como los otros. Y estaban contados los bailes procaces y descarados de Jonatás y Nathán, su ambigua cercanía afectiva a Manuela, sus escándalos y los múltiples servicios políticos que les encomendaba Manuela.
Y esas viejas hojas manuscritos hicieron resucitar a Manuelita. Y nuevamente, como había ocurrido en Quito, en Lima, en 1825, el escándalo volvió a rodear a esta mujer, muerta hacía ya más de cincuenta años. La aparición en francés de los diarios de Boussingault pusieron una nueva luz, realista, hecha de carne y tibias caricias brindadas en una hamaca a la luz de la luna de Ecuador. El biógrafo oficial de Bolívar, Augusto Mijares, llegó a quemar, en 1949, una edición de 5.000 ejemplares del diario del francés, que se publicó en castellano, en Venezuela, en el afán de defender la idea angelical del héroe.
Hasta que el ecuatoriano Alfonso Rumazo González publicó a fines de los cuarenta del siglo pasado su libro definitivo: La Libertadora del Libertador, basado en los recuerdos del doctor Jean Baptiste Boussingault, cuya tumba en el Père Lachaise tuvo el gusto de encontrar por casualidad y sin proponérmelo. Aquí lo tienen. A él le debemos que Manuelita Sáenz siga entre nosotros como una especie de Evita del siglo XIX.
3 de febrero de 2019