lunes, 17 de junio de 2019

Don Julio Fernández



Este es Julio Fernández, mi papá. La foto puede ser de ca. 1952. Y, si no recuerdo mal, fue tomada una Navidad. Mi padre cumplía años el 16 de junio. De ahí que no celebráramos especialmente el Día del Padre, porque solía coincidir con el de su cumpleaños. Yo, a mi vez, cumplo años el 8 de junio, de manera que esa no celebración se transmitió a mi posterior familia y nunca fue un día especialmente recordado.
Mi padre era el hijo menor de 12 hermanos de una familia de inmigrantes leoneses que llegaron a Santa Rosa, La Pampa, a pocos años de su fundación. Su madre, Adela de la Mata, era una dura y seca española que hachó leña para la cocina económica y le dio de comer a sus gallinas hasta el día mismo de su muerte a los 85 años. No era una mujer cariñosa. El padre de don Julio era un pacífico carpintero que, según sus recuerdos, sufría los permanentes y destemplados tratos de doña Adela.
A partir de la adolescencia tuve con mi padre una relación difícil. Era un buen hombre, trabajador e inteligente, que sin mucha preparación escolar, logró ascender socialmente, sobre todo en un período en que ese ascenso social se hizo posible, es decir, con el peronismo. Y que por esa misteriosa ley sociológica que caracteriza a la Argentina, odiaba al peronismo con el mismo entusiasmo con que despreciaba a los criollos o cabecitas negras o negros de mierda como solía definirlos sin mucha corrección política.
Era curioso. En mi memoria se suma ese desprecio a los hombres y mujeres del país, a los que caracterizaba como irremediablemente vagos, con una peculiar aversión a los españoles que, pese a su larga estancia en el país, continuaban pronunciando el castellano como si recién hubiesen bajado del barco.
Este último sentimiento logré entenderlo en mi residencia en Suecia. Los niños no quieren ser diferentes a la sociedad en la que se instalan o son instalados. La pronunciación del idioma local con un acento extranjero los diferencia de los otros niños, los hace sentir raros, extraños.
Tuve con él una maravillosa relación siendo niño. Yo era su primer hijo y, para colmo, parecía que les había salido inteligente, de gran memoria, educado y un buen recitador de poesías infantiles. De esto último tengo un vívido recuerdo, ya que era casi una rutina que, ante las diversas visitas a la casa, Copete, o sea yo, tuviese que recitar largos versos patrióticos o fábulas de Esopo que, milagrosamente, aún conservo en mi memoria.
Pese a que a mi padre le gustaba mucho el fútbol y hasta había jugado en la Liga Pampeana siendo un muchacho, no logró transmitirme ese gusto. Quizás en su cabeza pensó que yo estaba dotado para otros menesteres y determinó que yo era un "patadura". Determinación errónea, porque verdaderamente no lo soy y siempre tuve buena condición física y motriz, como puede testimoniar -y lo ha hecho- Alejandro Dolina a cuyo equipo le metí seis goles en un memorable papi fútbol que disputamos en Tandil, durante un viaje.
En esos años infantiles, recuerdo, era un juego cotidiano que yo descubriese el chiste en los entonces famosos Grafodramas de Medrano que salían diariamente en La Nación. O que solucionase con el los crucigramas del mismo diario. Y le debo a él haber leído en esos años casi toda la colección Robin Hood y el Tesoro de la Juventud que llenaban la modesta biblioteca que había armado casi solo para mi disfrute literario.
Pero a partir de la adolescencia y, luego, en la juventud esa relación se terminó. Cambió. Mi padre era intolerante. Tenía una casi imposibilidad de aceptar un pensamiento diferente al suyo, formado básicamente en su vida profesional y en sus relaciones sociales. Le desagradaba lo que no entendía o le resultaba complicado además de una difícil incomprensión por las turbulencias espirituales de un adolescente. Había en él algo como un temor a la independencia que comenzaba a aparecer en el que hasta ese momento había sido su admirador incondicional.
Eso significó un relativo alejamiento que duró hasta mi retorno del exilio en Suecia. Y aún después, pese a todo, la relación fue difícil y tensa. Llegué a estar varios meses sin dirigirle la palabra y sin visitarlo con mi familia a su casa -el departamento donde hoy vivo-.
Hoy, al finalizar este día del Padre, he intentado recordarlo. Me han quedado sus dichos, sus refranes.
"Petizo que no es compadre, no es petizo, es agachado".
"Tiene menos efecto que una huelga de curas".
"Hay que hacerle creer que es ligero para que corra".
Y algunos gestos, ademanes y actitudes que el espejo se encarga de devolverme.
Don Julio fue un buen hombre, un gran amigo de sus amigos e hizo todo lo posible por darme una educación y una cultura que el no pudo tener. Eso se lo agradeceré eternamente.
16 de junio de 2019

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