martes, 31 de marzo de 2020

El fortuito encuentro en Marble Arch


Era el año 1979. Hacía dos años que habíamos llegado a Estocolmo, con mi mujer y mis hijas. Ya estábamos, de alguna manera, instalados en lo que sería nuestro domicilio definitivo en aquel país. Había comenzado a estudiar y a trabajar y nuestros ingresos me permitieron pagar un vuelo chárter a Londres, con hospedaje incluido por una semana. Era mi primer viaje después de la llegada al aeropuerto de Arlanda, después del lento aprendizaje de una nueva lengua, de una convivencia con un pueblo distinto al propio; después de que nuestras dos niñas comenzasen su incorporación al sistema educativo, también en una lengua diferente a la que se hablaba en Suecia
La Argentina, Buenos Aires, los compañeros y compañeras con quien había militado en los últimos 8 o 9 años de mi vida eran algo lejano. Alguna extensa carta de vez en cuando, el Clarín Internacional, un pequeño periódico de ocho hojas, que llegaba una vez a la semana en su edición en papel aéreo, como se le llamaba, era la escasa información política que recibíamos.
El país estaba acostado y su régimen ya se había convertido en Europa en sinónimo de asesinatos, desapariciones y torturas. Para nuestro país anfitrión el nombre de Dagmar Ingrid Hagelin, la niña de 18 años asesinada por una banda criminal encabezada por el oficial de la Marina, Alfredo Astiz, se había convertido en el paradigma y la cifra de la brutalidad homicida de la dictadura cívico-militar argentina.
Londres era entonces mi primer viaje como exiliado. Recuerdo que viajé con un grupo de escandinavos entre los que se encontraba un novelista noruego, militante del partido Comunista pro chino de su país y que viajaba a Londres a buscar material y escenario para su nueva novela. Obviamente su nombre se me ha olvidado. Nos comunicábamos como los argentinos solemos hacerlo con los brasileños. Yo hablaba sueco con cierta lentitud y el hablaba noruego también lentamente.
Llegué al hotel en Londres a eso de las siete de la tarde que en el Reino Unido y en toda Europa son las siete de la noche. Salimos a comer algo en las cercanías del hotel y nos acostamos. Yo lo hice con una gran expectativa: salir temprano, al día siguiente, tomarme uno de esos conocidos ómnibus de dos pisos e ir hacia el centro de la hermosa ciudad. El hotel quedaba en Bayswater Road, a unas cuadras del Hyde Park. Oxford Street es la continuación de Bayswater Road y desde allí podría acercarme a Bond Street, Saville Row -la calle de los sastres y los casimires- Picadilly Circus, Pall Mall y el propio palacio de Buckingham. El camino no era corto pero el servicio público londinense me llevaría por unos chelines.
Desayune en el hotel y a eso de las nueve de la mañana, una bellísima Londres otoñal me recibió para que la conociese. Caminé por la Bayswater Road hasta la parada de ómnibus. Tomé el primero que llegó y le pedí hasta Oxford Circus. Obviamente subi al primer piso del vehículo, logré sentarme en el asiento de la primera fila, de manera que tenía una completa panorámica de la ciudad que comenzaba a recorrer. Resultaba muy difícil aceptar la contumacia inglesa en materia de tránsito. Ir por la izquierda y tener a la derecha el tránsito en sentido contrario no es algo a lo que uno se acostumbre en un abrir y cerrar los ojos. Uno termina, al cruzar la calle, mirando para los dos lados por que está permanentemente inseguro si miró o no hacia el lado correcto.
Continuamos por Bayswater Road hasta llegar a Hyde Park que quedaba a mi derecha y tuve la primera visión de ese lugar del que tantas veces había oído hablar en mis clases de inglés con Mrs. Wesley, en Tandil, y en las novelas de Dickens.
El viaje continuó tranquilo bordeando el parque, hasta que llegamos a Marble Arch, que es la entrada principal que lleva al célebre Speakers Corner, la esquina de los oradores, donde cualquiera tiene derecho a decir cualquier cosa que se le ocurra, siempre que sus pies no pisen el suelo británico, razón por la cual todo aquel que quiera hacerlo se sube a un cajón, para evitar el peligroso contacto.
El ómnibus pasa el Marble Arch y yo continúo en una especie de letargo producido por la inmensidad de cosas para ver, para recordar, que a su vez me despiertan otras asociaciones y recuerdos, hasta que oigo que en mi cerebro y sin que lleguen a convertirse en palabras resuena la siguiente oración:
-Mirá, ahí está Quique Callejón...
Salgo bruscamente de mi nirvana y en mi cabeza aparece una respuesta:
- Como va a ser Quique Callejón, si estoy en Londres. Quique quedó hace dos años en Buenos Aires.
Vuelvo a mirar por la ventana del ómnibus hacia mi izquierda, sobre la vereda, y veo a un pequeño grupo de personas esperando que cambie el semáforo para cruzar. Y efectivamente, una de esas personas era Enrique Callejón, Quique.
Quique era estudiante de arquitectura e integraba el núcleo militante de AUN (la Agrupación Universitaria Nacional, que era la expresión estudiantil de la Izquierda Nacional). Oriundo de Carlos Paz, Córdoba, Quique era además locutor radial y conducía todas las noches un programa de música latinoamericana. Quique vivía en un departamento bastante cómodo en la avenida Corrientes al 1400, y Pipo, La Paz y el Bar Ramos eran su habitual caidero. A partir de las diez de la noche uno sabía que en alguno de esos tres lugares podría encontrarse con Quique.
Además Quique era, entonces -estamos hablando de muchachos de 25 años-, muy buen mozo y, es necesario decirlo, lo sigue siendo con el paso de los años. Esto quiere decir que Quique, además de militante político, estudiante de arquitectura, locutor radial, estaba muy a menudo acompañado de bellísimas muchachitas.
Me asomé por la ventana del ómnibus inglés y grité con toda mi voz:
-¡Quique!
Bajé rápidamente las escaleras, tiré de la soguita que entonces se usaba para avisar en la parada y me lancé a Oxford Street, mientras veía a Quique que caminaba hacia mí sin entender quién podía haberlo llamado por su nombre en Londres.
Nos abrazamos. Quique acababa de bajar del otro ómnibus. Había llegado la noche anterior y se alojaba en una localidad vecina a Londres. En el momento en que nos encontramos pisaba Londres por primera vez. La posibilidad estadística de ese encuentro era de una en muchos millones, pero ocurrió. A partir de ahí, recorrimos y conocimos Londres juntos. En una de esas caminatas nos encontramos con dos muchachas londinenses de quienes nos hicimos buenos amigos y el inglés de Mrs.Wesley me fue de mucha ayuda. Eran escocesas, con esa belleza poco agresiva de las chicas británicas y paseamos y tomamos pintas y pintas de “beer” en los hermosos pubs de Londres. Una tarde fuimos los cuatro a un recital de una música que recién comenzaba a hacerse escuchar en Europa. Reggae se llamaba. No recordaré, porque nunca supe, quienes eran los artistas pero nos divertimos bailando música jamaiquina.
Todo este torrente de recuerdos viene a cuento de que hoy, en medio de la cuarentena, recibo por el SMS de mi teléfono -por alguna extraña disposición no puedo instalar el whatsapp- dos fotografías que ilustran este texto. Son las que nos sacamos en alguno de aquellos días y que recién hoy, cuarenta y un años después llegan a mis ojos.
 

Gracias Quique Callejón por ese encuentro en Londres y por estas fotos en la cuarentena.

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