viernes, 20 de diciembre de 2024

Una generación

In memoriam a Héctor Recalde


Nacimos cuando la más horrible guerra llegaba a su fin,

cuando una ola de cópulas postergadas

repobló un mundo devastado,

cuando los ingleses se replegaban del Río de la Plata,

cuando las reses vendidas en Smithfield

se convertían en chimeneas, hiladoras y telares mecánicos.

En los años en que las cosas comenzaron

a volverse argentinas.

Los ferrocarriles, los barcos, los teléfonos, los casimires,

los manteles, los carreteles de hilos y las heladeras

se volvieron argentinas.

Y los trabajadores, los empleados de comercio,

las cocineras y las sirvientas,

los peones, los albañiles

y hasta los militares

se volvieron peronistas.

Nacimos cuando el país en el que nacimos

se volvió a dividir encarnizadamente.

Perón y Evita sonaba dulcemente

en las orillas, en las fábricas,

en los cañaverales y en la matera de las estancias.

El degenerado y la yegua sonaba odiosamente

en las mansiones,

en los nuevos chalets californianos,

en los estudios jurídicos, en los directorios,

en la Sociedad Rural.

Aprendimos a leer con El Alma Tutelar.

Y todas las noches escuchábamos

la radio que anunciaba:

“Son las ocho y veinticinco,

hora en la que Eva Perón

entró en la inmortalidad”.

Y un día nos dijeron que había que arrancar

esa página inicial e infamante de los libros

con la imagen del tirano prófugo.

Nuestros padres arrancaron gozosos

las páginas coloreadas con un Perón de cincuenta años

y una Evita joven para siempre

y su vestido evanescente.

Vimos, oímos, supimos, nos enteramos

que aviones argentinos, con pilotos argentinos,

habían ametrallado a argentinos de a pie,

que los habían matado, destrozado, amputado.

Y vimos

-yo lo vi personalmente-

que muchos aplaudían la masacre,

que solo lamentaban que en la cuenta de las víctimas

no estaba el degenerado,

el monstruo,

el engendro,

el que te dije,

Perón.

Y crecimos en un país sin elecciones,

con un tirano depuesto y proscripto.

Y vimos como el tango,

que había inundado las radios y los fonógrafos,

se iba apagando,

ya no estaba El Glostora Tango Club,

y en los bailes de carnaval

ya no estaban esas orquestas

de cuatro bandoneones,

cuatro violines,

un piano,

un contrabajo

y un cantor de traje oscuro y blanca camisa.

Pero nos llegó un cantor muy joven,

de patillas, pelo revuelto y labios carnosos

que cantaba en inglés

y rogaba que no le pisaran

sus zapatos de gamuza azul.

Aprendimos que eso era rock and roll.

Fuimos los primeros

que escuchamos Love Me Do.

Nuestras chicas usaban

conjuntos de banlon y “chatitas”,

botas y minifaldas.

Un día resolvieron abandonar

el portasenos, el sujetador, el brassier, el corpiño.

Los pechos de nuestras chicas

saltaban debajo de la remera.

Adoptamos un pantalón de trabajo

que inventaran dos sastres judíos en California

y durante un tiempo los llamamos Far West.

Íbamos a asaltos,

nos abrazamos, ávidos y pudorosos, con Ray Conniff.

Y aprendimos a tocar la guitarra

para cantar Zamba de la Candelaria

en fogones reales o supuestos.

De Literatura de cuarto año

descubrimos a Lorca y sus Heredias y Camborios,

platónicos gitanos que pedían ser recitados.

Cuando aún no habíamos terminado la secundaria

pasó algo que, por misteriosas razones,

signó sus vidas:

unos barbudos habían entrado en La Habana

para echar a un tirano que,

según los diarios y nuestros padres,

era como Perón.

Y un día descubrimos, por las nuestras,

a un negro cubano

que escribía sones críticos y musicales,

que por primera vez nos hacía evidente

que el mundo no era tan perfecto como parecía.

En mesas de cafés pueblerinos,

en bares de extramuros o del centro,

en los pueblos y en las capitales,

descubrimos el mundo de las palabras mágicas,

los textos que iluminaban,

los libros que superaban por lejos

la fantasía de El Tony o de Fantasía

o de la colección Robin Hood.

Y cuando llegamos a la libreta marrón

que habían llamado papeleta,

y que nos permitía, entre otras cosas,

votar, elegir al presidente, a los diputados,

al gobernador, al intendente,

muchos descubrimos que podíamos

hacer las otras cosas,

pero no votar.

Muchos ya lo habían descubierto cuando sus padres

les dijeron que no dijesen las palabras prohibidas,

que no podían decir Perón o Evita.

Descubrimos que cuando, en la radio,

sonaba la marcha Ituzaingo o Avenida de las Camelias,

esa libreta marrón carecía de todo otro valor

que no fuese ser incorporado a marchar

al ritmo de sus marciales acordes.

Y fue ahí que empezamos a existir de otra manera.

Junto con Zamba de mi Esperanza, cantada interminablemente,

descubrimos al Gallo Negro y al Gallo Rojo

de una guerra vieja, pero que seguía cantando.

Y empezaron a aparecer los libros y los autores.

Pasamos de Salgari a Herman Hesse,

de Rockwell y Louisa Alcott a Proust y Huxley.

En los diarios nos contaba de una guerra lejana,

en Indochina, decían, y para nosotros era un misterio.

Arrojaban bombas de fuego y quemaban niños

y los norteamericanos ya no nos parecían lo mismo

que cuando leíamos las memorias

de William F. Cody, ese cazador de búfalos

y dueño de un circo.

Y aquellos barbudos que habían echado

a un tirano como Perón

ya no eran tan elogiados por los diarios.

Y había un argentino entre ellos

cuyo nombre ya comenzaba a electrizarnos,

sin saber muy bien por qué.

Un Papa gordo y con fama de bueno

había llamado a una reunión

de obispos y cardenales.

Concilio lo llamaron y nos contaron

que hacía 90 años que no ocurría algo así.

La palabra aggiornamento conmovía

los ambientes católicos,

pacatos y conservadores como eran.

Y todo ese torrente de historia,

de acontecimientos, de libros y lecturas,

de barbudos y guerrilleros,

de golpes de estado y militares bigotudos,

de elecciones anuladas y de presidentes asesinados,

de Marilyn, de Morir en Madrid y de Ingmar Bergman,

se condensó en Perón Vuelve,

Patria sí, Colonia no,

Por un Gobierno Obrero y Popular,

Se siente, se siente

Perón, Perón

o Muerte,

lucha armada o insurrección popular,

socialismo nacional,

que estalló en Córdoba en 1969,

cuando empezamos a actuar

los que nacimos cuando la más horrible guerra

llegaba a su fin.

Vivimos los tiempos más revueltos

del siglo XX.

Pusimos a los trabajadores

como sujetos, centro y destino,

de toda la política.

Logramos el regreso del proscripto,

del esperado, el anhelado.

Escribimos, después de haber leído tanto,

Discutimos, discutimos y volvimos a discutir.

Cada asamblea,

en las universidades o en las fábricas,

eran apasionadas discusiones.

Llenamos hojas mimeografiadas,

periódicos impresos en viejas cabrentas,

conocimos las linotipos, las tituleras,

las planas y las rotativas,

solamente para cambiar la Argentina.

Acompañamos, poco después,

al antiguo proscripto,

al que la muerte le dio un golpe de estado.

Defendimos lo que quedaba

de voluntad popular

hasta que, una horrible noche,

se descargó la noche, la metralla,

el falcon verde, la picana,

la desaparición y la muerte clandestina.

Vivimos el exilio,

dentro o fuera de la patria.

Sin internet, sin whatsapp

el exilio era más intenso, más lejano.

Hicimos cola para hablar con Argentina

desde un teléfono público fallado

que permitía hacerlo

sin depositar las pesetas, las coronas o los francos.

Un día nos juntamos en Buenos Aires

y en París, en Ciudad México, en Madrid,

en Estocolmo, en Amsterdan y Copenhague,

para protestar contra los usurpadores,

contra los asesinos.

Y al día siguiente nos juntamos en Buenos Aires

y en París, en Ciudad México, en Madrid,

en Estocolmo, en Amsterdam y Copenhague,

para reivindicar que la Argentina

recuperaba las Islas Malvinas.

Y comenzamos a explicar,

en cada una de esas ciudades,

que nos habían recibido hospitalariamente,

que ante la agresión colonial,

que ante la provocación de Thatcher,

éramos patriotas, gobernase quien gobernase.

Después arreglaríamos las cuentas

con quien correspondiese.

Y lloramos la tristeza de la derrota.

Y empezamos a volver,

de afuera y de adentro

Y fuimos los protagonistas centrales

de un ejercicio largamente postergado,

entrar a un cuarto llamado oscuro,

elegir un papel impreso de entre muchos otros,

ponerlo en un sobre

y luego en una caja de cartón sellada.

Por primera vez la libreta marrón

tenía un uso desconocido hasta entonces:

votar y elegir presidente.

Ya teníamos hijos e hijas que iban a la escuela,

ya habíamos pasado los treinta años

y ya teníamos un pasado

con el que volver a construir

el viejo paraíso del que nos habían expulsado.

Y no fue fácil,

si es que era posible.

Muchos se ilusionaron con

la arcaica retórica

de un viejo boticario de provincia.

Muchos lo enfrentaron

con las viejas palabras

anteriores a la noche terrorífica.

Vimos cómo los mismos intereses,

que pugnaban tras el terror,

se consolidaban

tras un palíndromo.

Volvimos a poner muertos y palabras,

con viejas consignas que,

de pronto,

se hicieron multitudes.

Y nos volvimos a encender,

como en los viejos tiempos,

con nuevos caudillos,

con nuevas mujeres, ahora jefas,

con nuevas muchedumbres

que desplegaban,

como en nuestros mejores sueños,

una Patria Grande como nunca.

Y nosotros,

que impulsados por una idea de la historia

que era el pleno despliegue del hombre

de la necesidad a la felicidad,

nos habíamos lanzado a realizarla,

nos encontramos viviendo el infierno

de una historia cíclica

en hélices descendentes.

Nos queda, eso sí,

la esperanza en el futuro,

en que los mandatos históricos

son, por fin, cumplidos.

Hemos sido una generación

que quiso,

pero no pudo o no supo,

hacer una revolución.

Y, como en las murgas montevideanas,

cantamos una retirada

que sintetiza lo vivido

y pone un mandato

a lo por vivir.


Uno por uno se van

despidiendo los murgueros.

El siguiente Carnaval

nos tendrá como estandarte.

Algunos nos llorarán,

otros serán más austeros.

Todos se van, al final,

con la música a otra parte.

Buenos Aires, 20 de diciembre de 2024

domingo, 15 de diciembre de 2024

El Aleph de los lasallanos

Ayer tuve oportunidad de conocer un riquísimo proyecto estético y de contenido histórico. Mi nieto Gaspar me había comentado, semanas atrás, sobre un extenso y aún no terminado mural, en el Instituto La Salle de Florida, en el municipio de Olivos. La institución es hermana mayor del Colegio Lasalle de la ciudad de Buenos Aires y fue fundado en 1925 como un seminario para los Hermanos de las Escuelas Cristianas, tal como se llama la orden religiosa no sacerdotal creada por el francés Juan Bautista de Lasalle alrededor de 1680. Gaspar me invitó a conocerlo y tener una visita guiada por su creador, el artista plástico Mauro Buscemi.

Allí llegué, a Panamericana e Hipólito Yrigoyen, después de largo viaje con el 15, y tuve la grata sorpresa de que, además de mi nieto, su mujer Nuria, mi nieta Violeta y algunos amigos, también había sido invitada la compañera y amiga Felisa Miceli, a quien hacía tiempo que no veía.

Mi espíritu al entrar a la característica arquitectura de los colegios religiosos no es el óptimo. La primaria y la secundaria en el Colegio San José de Tandil, sus alumnos pupilos, sus maestros religiosos de sotana, el ancho cíngulo, como una faja, alrededor de unas cinturas con prominente abdomen, el baberito ese que usaban en el cuello, el olor a transpiración vieja son los primeros recuerdos que me aparecen, junto con una adolescente rebeldía a todo lo que de ahí pueda salir.

Pero los tiempos han cambiado, Julio, me dije. E inicie el recorrido con el mejor de los ánimos.

Y, debo reconocerlo, valió la pena tanto el viaje hasta Florida, como la larga caminata de dos horas por las galerías del colegio.

A iniciativa, como mencioné, de Mauro Buscemi, las amplias y extensas paredes de esas galerías han sido pintadas con figuras y hechos históricos, siguiendo una perfecta secuencia entre la historia europea y la argentina y latinoamericana. El pintor contó con la autorización, el beneplácito, la colaboración y la discusión histórica del Hermano Santiago Rodríguez Mancini y el Licenciado Carlos Díaz, ambos autoridades responsables del colegio. Santiago Rodríguez Mancini, por esas coincidencias de la vida, es hijo de Jorge Rodríguez Mancini, quien fuera mi profesor de Economía Política y Política Económica en la Facultad de Derecho de la UCA, allá por el año 1967 o 68. Era uno de los pocos profesores no liberales de la facultad, en la que enseñaban, entre otros, Alberto Rodríguez Varela, Luis María De Pablo Pardo, Luis Cabral, Santiago de Estrada o el insigne Fernando de la Rúa. En los pasillos se comentaba entonces que era medio peronista.

La tarea comenzó en 2012 y aún no se encuentra terminada o, mejor dicho, es motivo de permanentes precisiones. Se inicia en 1776 y finaliza, por propia decisión, con la caída del Muro de Berlín. La idea es que lo posterior no es aún historia, es contemporaneidad y continúa escribiéndose.



El resultado no puede ser más maravilloso, exhaustivo y riguroso. Quien haya leído a Hobswaum, a Jim Thompson o a Edward Hallett Carr se sentirá interpretado y quien haya sido alcanzado por las páginas de José María Rosa, José Luis Busaniche o Jorge Abelardo Ramos no podrá sino aplaudir la brillante ilustración de la historia argentina y de la región. La obra intenta, como el Aleph de Borges en una escala menor, poner ante el espectador lo qué ocurrió en determinado momento y aún incide sobre nosotros. Los autores, Mauro, Santiago y Carlos, deben haberse preguntado, como lo hizo Borges acostado en el sótano de la calle Garay: “¿cómo transmitir a los otros el infinito Aleph, que mi temerosa memoria apenas abarca?” Tan ambiciosa como esto es la obra propuesta y realizada. Ahí estaba la Revolución Francesa, que profanó la tumba de Lasalle, contada sin sectarismos. Ahí estaba representada la Libertad de Delacroix con su pecho desnudo, ahí había santos y científicos, revolucionarios y hombres de estado, el industrialismo, con su sobreexplotación y su progreso, la lucha de las mujeres y de los negros, la rebelión de los homosexuales en Stonewall, el campeonato mundial, los desaparecidos y hasta un Maradona diestro, pisando la pelota con su pie derecho, algo que nunca existió.

El recorrido resultó fascinante. Me quedó con el autor una deuda. En uno de los frisos, vinculado a la Guerra Civil Española, se ven sillas que vuelan desde un bar llamado Iberia, en una esquina, hasta el bar sin nombre de la esquina de enfrente. Me comprometí a encontrar el nombre de ese bar que servía de punto de reunión de los españoles franquistas que se tiraban sillazos con los españoles republicanos en el Buenos Aires de 1936.



Como decía, los tiempos han cambiado, Julio. Nunca nos bañamos dos veces en el mismo río, ni visitamos el mismo colegio religioso.

Con Felisa comentábamos la quijotesca locura de Mauro Buscemi y de los religiosos que lograron este pequeño aleph en el conurbano porteño.