lunes, 28 de octubre de 2024

El antiguo diseñador gráfico y la némesis del bobocero

En el año 1991 hubo elecciones a gobernador en las provincia de Buenos Aires. Gobernaba Menem quien ya había comenzado su plan destructor. El candidato oficial del PJ era Eduardo Duhalde. Saúl Ubaldini tenía la voluntad de presentarse al cargo, pero carecía de un partido.

El pequeño Partido de la Izquierda Nacional, dirigido por Jorge Enea Spilimbergo, había logrado, con un gran esfuerzo militante, obtener una personería en la provincia con el nombre Acción Popular para la Liberación. Ofrecimos a Ubaldini esa personería y fue así como se presentó a esas elecciones. Obtuvimos la humilde cifra de 2,21 %, por razones que no es momento de comentar. 

El hecho es que, pasadas las elecciones, la justicia electoral nos llama para comunicarnos que, por la ley de financiamiento de los Partidos Políticos, nos correspondía cobrar una, para nosotros, interesante suma de dinero. Hicimos una consulta con Ubaldini, en caso de que tuvieran interés en cobrar algo y la generosa respuesta fue que la cobráramos nosotros que éramos los responsables del partido. 

Con ese dinero que, insisto, para un pequeño movimiento como el nuestro era una suma muy importante -recuerden que estábamos en el uno a uno-. Nuestra conclusión era que habíamos solucionado nuestros problemas financieros por un largo tiempo. 

La decisión que adoptamos fue abrir un negocio de diseño gráfico y de impresión de originales a color. Aún no existían las actuales impresoras a tinta y el único artefacto eran las gigantescas fotocopiadoras color Xerox, por medio de un costoso aparato que mediaba entre la computadora y la fotocopiadora. El único negocio que, en Buenos Aires, realizaba tal tarea era Taller 4, cuyas sucursales se habían multiplicado. La cuestión es que alquilamos un lindo local en Paraná y Lavalle, con nuestras manos lo pintamos y arreglamos e inauguramos un negocio al que se me ocurrió llamar Original & Copia. Ninguno de nosotros era, estrictamente hablando un diseñador gráfico. Nos podíamos defender en el viejo CorelDraw o en el antiguo Illustrator, pero no mucho más. Esta fue la razón que nos llevó a contratar a alguna persona que tuviese una formación de diseñador gráfico. 

Y ahí apareció @FabianWaldman. Un jovencito con un título universitario de diseñador gráfico, con notorias simpatías, digamos, de izquierda, trabajador, voluntarioso, inteligente y, por sobre todo, muy buena gente. 

El negocio duró unos años. Nos dio grandes satisfacciones y muchos dolores de cabeza. Entre las satisfacciones fue la de haber podido contactar a Hugo Chávez en su primer viaje a la Argentina y llevarlo a hablar a nuestro local en la calle Salta y México. Los dolores de cabeza nos costó unos años pagarlos. 

Pero he aquí que el tiempo pasa que es una barbaridad y un día aparece en la radio, en la televisión y en las redes un periodista, seguidor como perro de sulky, contestador y agudo que se ha convertido en un némesis del bobocero presidencial. Y esa voz y esa cara me resultó conocida. 

Fue Guadalupe, mi hija, cajera de aquel Original y Copia, quien me avivó.

- Pero, boludo, es Fabián, ¿no te acordás?, me dijo. 

Así que, es cierto, puedo dar fe de que Fabián ha usado siempre los productos MacIntosh.

28 de octubre de 2024

lunes, 14 de octubre de 2024

Décimas a un pícaro trotamundos

 


Anda recorriendo el mundo

un pícaro rosarino

que descarado y sin tino

bolacea inverecundo.

Ocultando que es oriundo

de una itálica aldea,

el rosarino alardea

de un hispánico orgullo.

Se llama Marcelo Gullo

y a los gallegos buitrea.


Este Gullo aquí nombrado

tiene una historia peruana.

Él dice que son macanas,

pero en Perú era buscado.

En su rumbo alocado,

pronto se hizo peronista,

para más, ¡revisionista!,

y así seguir ordeñando

cualquiera que fuese el bando:

¡Marcelo, el oportunista!


Agotada esta instancia

salió a buscar otro norte,

un gobierno, alguna corte,

para viáticos y estancia.

Eso intentó, sin prestancia,

con Maduro, en Venezuela.

Allí no encontró candela,

y con tremendo bloqueo

tuvo miedo al desempleo.

Se fue a España a buscar tela.

Por el lado de la izquierda

todo estaba muy cerrado.

Mucho argento había pasado,

ya no hay español que muerda.

En ese instante recuerda

viejos textos hispanistas.

Si defiende la conquista

que de América hizo España

podrá impedir la guadaña

del hambre que ya se avista.

Y así salió a toda vela,

sin el mínimo desgarro,

a defender a Pizarro,

a Cortés y hasta a Pezuela.

poniendole la sayuela

de inglés hasta a San Martín.

Nada detiene al golfín

para cobrar su salario.

Para ser un buen sicario

hay que ser traidor y ruin.

Esta es la breve historia

de un pícaro historiador

que sin rubor ni pudor

se ató a la dulce noria

de un amo triste y sin gloria.

Marcelo Gullo es el nombre.

Compañero, no se asombre

si en el medio de un camino

se lo encuentra a este ladino:

no tiene mucho de hombre.



Soneto a la paella

 


El arroz, el pollo y el langostino, el caldo, el calamar y el mejillón, el azafrán y su rubor diamantino, el tomate colorado y dulzón; el oliva untuoso y verdino; por fin, el ajo, fragante sansón que anuncia de lejos, en el camino, a la paella en ebullición.

Del valenciano alquimia notable que puso en la olla lo que tenía tornando a la pobreza en respetable, fina y exquisita gastronomía. Hoy celebro aquel momento inefable de la pobreza hecha alegría. Madrid, 9 de septiembre de 2024

martes, 17 de septiembre de 2024

Limónov, los treinta años que cambiaron a Rusia


Alguna vez, Jorge Enea Spilimbergo – no recuerdo a propósito de quien, posiblemente de Regis Debray – me dijo:

– Mire, cuando un bachiller francés se pone a escribir, larga 20 metros más adelante.

Ese pensamiento me vino a la memoria mientras leía Limónov, la biografía novelizada del novelesco Eduard Veniamínovich Savenko, conocido por su seudónimo literario y político como Eduardo Limónov.

Está maravillosamente escrito y no se limita a biografiar al extraño punk ruso, sino también a contar los últimos años de la Unión Soviética, el principio de la actual Federación Rusa, los tormentosos y desaforados años del dipsómano Boris Yeltsin, el pillaje lumpenburgués de los llamados “oligarcas”, la aparición de Putin y buena parte de la vida del propio narrador, Emanuel Carrère.

Ocurre que Emanuel es hijo de Hélène Zourabichvili, conocida como Helène Carrère d'Encausse, cuyos extraordinarios libros acerca del mundo musulmán en la URSS, o como ella lo llamaba El Imperio Soviético, ayudaron a la comprensión de lo que ocurría en el seno de del bloque socialista burocratizado. La hija de los aristócratas georgianos escapados del gran alzamiento de Octubre, con una notable investigación que la llevó a conocer personalmente los países caucásicos y asiáticos que quedaban ocultos bajo el paraguas de la Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas (URSS), puso a la luz de los interesados la realidad histórica, política, social y cultural de esos países que hoy se llaman Azerbaján, Kazajistán, Uzbekistán, Turkmenistán y Kirguiztán. Fue gracias a esta señora que supe de la historia de Samarcanda, la ciudad de más de 2.700 años, un cruce de civilizaciones y culturas que contiene, entre otras maravillas, la tumba de Tamerlán, el gran unificador del Asia Central.

Sus análisis sobre el impacto de la Revolución de Octubre en el mundo asiático, donde un pequeño núcleo de obreros del ferrocarril o del petróleo difunden hojillas socialistas en un océano precapitalista que los consideraba ocupantes coloniales, pusieron – como he dicho – , una nueva luz a la comprensión de aquel complejo mundo del que solo conocíamos la insurrección de Petrogrado.

Obviamente, tal madre no puede no aparecer en el libro de su hijo, quien, al estudiar y seguir la vida y personalidad de Limónov, vuelve a aquellas largas ausencias maternas, a sus antepasados aristócratas del imperio zarista, a sus permanentes reflexiones sobre la actualidad rusa.

En algunos momentos del libro Emanuel Carrère deja entrever esa mirada sobre Rusia y su hinterland asiático, entre fascinada y despectiva, del etnógrafo y su misterioso nativo al que intenta describir. Uno siente, en algunos párrafos, en algunas expresiones que el autor comparte esa idea que transmite el poeta Alexander Blok en su poema Escitas que publiqué aquí:


¡Sí, somos escitas, sí, asiáticos,

una codiciosa tribu de ojos rasgados!

Para ti, son siglos, para nosotros, una sola hora.

Como esclavos, obedientes y despreciados,

hemos sostenido el escudo entre dos razas hostiles,

la de Europa y las feroces hordas mongoles.

Ha logrado periodizar la complicada y aventurera vida de Limónov, desde sus humildes orígenes en la hoy conocida ciudad de Jarkov, hijo de un oficial de rango inferior de la Comisión Extraordinaria Panrusa para la Lucha contra la Contrarrevolución y el Sabotaje, más conocida como Cheka, el aparato de inteligencia y policial fundado por el bolchevique Felix Dzerzhinsky, cuyo retrato aún hoy preside el despacho de Vladimir Putin. La lenta transformación de un adolescente al margen de la ley y el homeless neoyorquino que se hace penetrar por otro homeless afronorteamericano en un parque público, hasta el escritor y político que, junto con Alexander Duguin, funda el Partido Nacional Bolchevique y que, posteriormente, se alía con el gran maestro del ajedrez Garri Gaspárov para disputarle las elecciones presidenciales a Boris Yeltsin, Carrère se mete en la cabeza de su biografiado, en sus humores y sus pensamientos. Cierto es que la obra escrita de Limónov, que no tiene pelos en la lengua para contar su propia vida, le ha sido de una ayuda inestimable.

Limónov queda retratado como un enorme, un gigantesco perdedor, con permanentes e insatisfechas ansias de ser reconocido como un héroe, como un gran hombre, como un mesías guerrero e irreductible. Carrère, su biógrafo, trasluce, por momentos algo como una envidia por esa vida azarosa, por ese intelectual de lecturas mezcladas y sin sistema, donde Alan de Benoist y Julius Evola se entrevera con Lenin, Duguin y Stalin. La descripción de sus mujeres jóvenes, hermosas y quebradas y por los dos años de cárcel en una prisión rusa, donde logra recibir respeto y obtiene autoridad, son contadas por Carrère con un dejo de nostalgia y cierto desprecio por su vida de bachiller francés.

Finalmente, aparece el último personaje. Un hombre algo más joven que Eduardo Limónov, pero con un origen muy parecido y que ha sufrido igualmente los avatares de la implosión soviética: Vladimir Vladimirovich Putin. 

En la descripción de Carrère, Putin surge como un alter ego de Limónov, más equilibrado, más concreto, con menos extravagancias, pero de un espíritu similar, pese a que su biografiado lo tenga por su peor enemigo. Rusia, ese misterioso país asiático incrustado en Europa, sus pueblos y su gente, la impenetrable mirada del mujik, las borracheras arrasadoras, su experiencia socialista – la primera en la historia humana – y la implacable solidez de su densidad nacional – para citar a Aldo Ferrer – logró expresarse, en medio de un caos que parecía final, a través de ese hombre, mientras Limónov se desdibuja en una vida que fue, siempre, puro presente.

Limónov, un libro al que la realidad le ha dado una actualidad que lo hace inevitable.

Madrid, 17 de septiembre de 2024.

sábado, 7 de septiembre de 2024

Madrid, un amigo, Piazzolla y una visión apocalíptica

Mi amigo Marcos Iaffa, un argentino residente desde hace 20 años en Madrid, me invitó a un recital del Astor Quintet, en un hermoso sótano cercano a la Plaza Santo Domingo que lleva el sugerente nombre de Café Berlín. 

Pero antes, quiero contarles quien es mi amigo Marcos Iaffa. 

Es un arquitecto porteño a quien conocí en la milonga hace 25 años. Su abuelo era un inmigrante de Odessa, con pasaporte ruso, y su padre fue un convencido y sincero comunista argentino que, en sus años mozos, vino a España a combatir junto a las Brigadas Internacionales por la República y contra los fascistas. En España se enamoró de una bella muchacha campesina y entre metrallas y canciones unieron sus vidas. Al caer Madrid, el hombre fue hecho prisionero de la morralla franquista, dejando a su compañera embarazada. La intervención del gobierno argentino, posiblemente del presidente Ortiz, permitió su libertad y su repatriación. Ya en la Argentina recién pudo reunirse con su española un par de años después. La muchacha llegó al puerto de Buenos Aires con un niño de la mano, quien por primera vez conoció a su padre. Era el hermano mayor de Marcos.

Marcos creció en un hogar comunista y sus primeras armas políticas fueron en la lucha entre “la libre” y “la laica”, en las calles porteñas, a fines de los años 50. Pasó por todas las divisiones de la izquierda socialista de la década del 60 y mantuvo con su padre y su madre una diferencia política esencial. Al contrario de ellos, obvia y casi necesariamente aferrados al mundo de la preguerra, nunca compartió una mirada lapidaria y cancelatoria del peronismo. Pasó por la CGT de los Argentinos y terminó en una militancia cercana al Partido Comunista Revolucionario. Hemos descubierto en Madrid que Chiche Perelman, Darío Lagos, Antonio Sofía y Ricardo Chornik -a destacados militantes y dirigentes de ese partido y con quienes compartí enfrentamientos y coincidencias- eran también sus amigos.

Pero a Marcos lo conocí en la milonga. A los cincuenta años se acercó, como yo, al baile y el caminar abrazado con una hermosa mujer al compás de un tango, de una milonga o un vals se convirtió en su segunda vida.

Y a principios del siglo se vino a Madrid para instalar una milonga. Y le fue bien. Logró continuar su profesión de arquitecto y, algunas noches a la semana, era el anfitrión de españoles y españolas que también caían bajo la seducción de Troilo, Di Sarli y Miguel Caló. Mi amigo cerró hace años su milonga, pero esa exitosa experiencia lo hizo un referente tanguero de esta ciudad.

Marcos, entonces, me invitó al Café Berlín. Y pude presenciar un recital de una hora y media del Astor Quintet. Son unos músicos fenomenales, grandiosos, que han logrado encontrar, como diría Julián Centeya, “el misterio profundo de la cosa” y suenan como si Piazzolla, López Ruiz, Kicho Díaz, Osvaldo Manzi y Baralis llenaran el escenario. Su repertorio es exquisito y recorren casi todas las etapas de Piazzolla, desde su inicial “Triunfal” que convenció a Nadia Boulanger que su alumno era antes que nada un bandoneonista de tango hasta el apabullante “Biyuya” de su etapa más avanzada.


Todo el recital me produjo una honda conmoción. Obviamente no era nostalgia. Hace dos días que estoy en Madrid y todo es estupendo. No hay nada de allá que, hoy, pueda extrañar. No soy de los que viajan y rápidamente extrañan el 60 o la pizza de Güerrín.

Mi pensamiento se vio brutalmente invadido por la idea que -quizás, quien dice, Dios no lo permita- esa Argentina que produjo a Astor y a estos músicos que estaban en el escenario, finos virtuosos de su instrumento, capaces de captar el espíritu, la textura del gran compositor, sean animales en peligro de extinción. Que la Argentina que los produjo -todos ellos estudiaron en la escuela pública, tres de ellos egresados de la Escuela de Música Popular de Avellaneda- desaparezca y los argentinos, talentosos, cultos, educados, un poco soberbios y algo prepotentes nos convirtamos en una especie de gitanos, sin país, con solo tradiciones, con una música y una cultura propia, dispersa por el mundo, sin asentamiento posible. Una raza basada en el recuerdo, en la literatura, en la música y en la memoria de hombres y mujeres que vivieron y crearon un paraíso perdido que desapareció de la faz de la tierra.

Porque así se ve la Argentina desde lejos. No es nostalgia, es casi desesperación. Una pandilla de vulgares e ignorantes charlatanes al servicio de una clase bastarda, inculta y sin arraigo, movidos tan solo por una miserable crematística, sin horizonte, sin futuro, sin civilización, destruye los cimientos humanos, económicos y sociales del país, mientras los argentinos discutimos sobre nuestro
luminoso pasado.

Sé que suena apocalíptico y trágico. Pero Cartago dejó de existir.

Madrid, 8 de septiembre de 2024 

sábado, 31 de agosto de 2024

Este país, mi país, la Argentina, llevada y traída a lo largo de estos dolorosos 70 años, guarda en su seno la maravillosa capacidad de cumplir, posiblemente, un único mandato de los hombres del 53 cuando inscribieron en el preámbulo constitucional “para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino”.

Alguna vez, casi como un chiste, afirmé que cuando el periodismo vea a algún muchacho de origen coreano presidir el centro de estudiantes del Nacional Buenos Aires, del Carlos Pellegrini o del Mariano Acosta, que le ponga un ojo, porque posiblemente sea el primer presidente argentino de ese origen.

Acabo de escuchar en la radio sobre el estreno de una película dirigida por una compatriota de origen coreano. Me niego a hablar de argentino-coreana. Esa es la denominación usada en los EE.UU. donde sólo los americanos de origen anglo-sajón se consideran con el derecho a ser norteamericanos. Astor Piazzolla no es ítalo-argentino, ni Norman Briski es judeo-argentino. Acá somos todos argentinos de diferentes orígenes, algunos de acá, otros de allá.



La película se llama Partió de mí un barco llevándome, su directora, nacida en Buenos Aires, se llama Cecilia Kang y su protagonista es otra porteña, Melanie Chong. El argumento toma como punto de partida la brutal explotación sexual de mujeres coreanas por parte de los invasores japoneses que entre 1910 y 1945 ocuparon colonialmente el actual territorio de Corea del Norte y Corea del Sur. El destino de esas pobres mujeres no terminó con la expulsión de los japoneses. La sociedad coreana las relegó a un plano de inexistencia, como si hubieran sido cómplices del invasor. La directora toma como punto de partida el testimonio horroroso de una de esas mujeres, Kim Bok-dong, quien falleció en enero de 2019. A partir de ello se mete con aquellas voces que fueron durante mucho tiempo silenciadas y que hasta el día de hoy son escuchadas parcialmente, a través de su protagonista Melanie.

La directora ha dicho que desconocía esa historia y le impresionó en un viaje que realizó a Seúl. Las historias desconocidas de la tierra de los padres se mezclan con las desconocidas historias de la tierra en la que nació y encuentra el nombre para su filme en un poema de Alejandra Pizarnik:

“explicar con palabras de este mundo
que partió de mí un barco llevándome”

Este país, mi país, La Argentina sigue incorporando a “todos los hombres (y mujeres) del mundo que quieran habitar en el suelo argentino”. Y no hay argentino-coreanos. Hay argentinos con los ojos rasgados y una maravillosa gastronomía. Y la directora agrega, en una entrevista, para que no quepa duda de lo que estoy diciendo:  Hoy por hoy, con las políticas que estamos viviendo, siento que se hace aún más presente una película como ésta”.

Esa tontería me enorgullece y emociona.

La película se exhibe en el MALBA los sábados a las 18 horas.