Revolviendo viejos papeles me encuentro con este relato escrito bajo otros cielos, cuando el futuro era aún un sueño a vivir y los años no nos habían enseñado que la vida es esto, hermosos recuerdos que dan luz a un presente que, afortunadamente, no termina de escribirse.
-Pero
¿es que no te das cuenta, pibe, que vos estás enamorado de la mina
esa, le dije al Bocha, como a las cuatro de la mañana, un primero de
enero, con la voz pastosa y una muy dudosa articulación.
Un
primero de enero, repito, para justificar las botellas de vinmo
vacías que hacen guardia sobre la mesa del living de casa, mientras
un anciano Floreal Ruiz frasea morosamente desde el estereofónico.
Llevamos
días hablando.
Y
tomando. Ha venido desde Copenhague a pasar las fiestas a Estocolmo.
Lo cual es sólo una manera de decir. Porque levamos ya una semana
sin salir de Jakobsberg, haciendo diarias visitas, higiénicas diría
para acertar con el carácter carcelario que tienen, al almacén de
bebidas alcohólicas del pueblo (almacén que, como se sabe, es
monopolio del estado sueco y que constituye la única empresa de
ventas del mundo cuya finalidad es vender cada año, cada mes, cada
semana, cada día, menos que el anterior y que, recurriendo a las
modernas técnicas de mercado hace publicidad en contra de los
productos que ofrece al consumo. En las vidrieras se pueden ver
exhibidos diversos tipos de bebidas alternativas llamadas vinos sin
alcohol -como si dijéramos bife de chorizo sin carne- y coloridos
avisos alentando al consumidor a evitar la ingestión de los nocivos
brebajes que allí se despachan), celebrando nuestro encuentro,
recordando una Argentina lejana, en la que todavía vivía Perón y
en la que generales de gorra, imbéciles y fanáticos, todavía no
estaban lanzados a una matanza ciega y absurda. Y ocurre que este
Bocha -que existe, que es real, que cualquiera se lo puede encontrar
en una calle de Buenos Aires cualquier atardecer- es el protagonista
de una historia de amor que empezó hace años, pero que se catalizó,
digamos, cuando yo pronuncié las palabras cabalísticas que dan
inicio a este relato.
El
Bocha me contaba de su vida en la provincia, en el norte, en una
ciudad pequeña y tranquila, con siestas hasta las cinco de la tarde,
con noches cálidas, cuando los vecinos sacaban las sillas a la
vereda y la cuadra se convertía en un ágora con cielo estrellado
para comentar las novedades del día en un español lleno de agudos
giros en guaraní. Me contaba de su vida con la Graciela, como
intelectual de izquierda en una capital de frontera, del restaurante
del padre, de las largas sobremesas con el gobernador y el jefe de la
CGT, de las discusiones sobre Bergson y Heidegger con el senador
nacional peronista. El Bocha era feliz entre los suyos. Durante el
día era el redactor político y de actualidades en el diario local.
Por la noche alternaba las amables tertulias con reuniones del
sindicato de prensa, del que era secretario general, y del partido,
en el que ocupaba el mismo cargo. Las ardorosas polémicas de Buenos
Aires le sonaban misteriosas e histérica, obsesiones lejanas que lo
tenían sin cuidado.
Porque
fue en esos días que aprovechamos la nieve y el frío para pasar
revista a nuestros últimos diez años. Y así fue como me contó de
su clandestinidad de dos años y su destierro de cuatro, antecedentes
estos necesarios para comprender la arquitectura del destino del
Bocha.
En
el año 75, un coronel a cargo del destacamento militar de la
provincia es sorprendido por un ataque terrorista al cuartel,
mientras se encontraba disfrutando de las refrescantes bondades de la
pileta de natación del casino de oficiales en una provincia vecina.
Demás está decir que la lejanía del coronel del lugar de los
hechos fue simétrica al furor represivo que dos días después
desató sobre el conjunto de los, hasta ese entonces, afables
vecinos. Dos inocentes ciudadanos, sin filiación política conocida,
totalmente ajenos a la provocación armada, fueron las víctimas de
la ira del guerrero. Y el Bocha saca al día siguiente una
declaración protestando contra la arbitrariedad represiva. Una
declaración redondita, delimitándose del ataque armado, defendiendo
el gobierno constitucional, repudiando loa métodos elitistas -como
se decía por aquel entonces- pero, claro, defendiendo la vida y la
seguridad de los ciudadanos. Y el coronel le chumba los perros. No
quiero entrar en los detalles acerca de la cobardía y el cinismo del
desprevenido oficial porque, entre otras cosas, el Bocha me ha
prometido contarlos él mismo, pero la cuestión es que ese día y de
repente cambió su vida tan radicalmente como la del gaucho Cruz
aquella noche fatal en los pajonales de la pampa. Un decreto
fulminante los pone a él y a su mujer, la Graciela, a disposición
del Poder Ejecutivo. El Bocha se zafa y la Graciela va a parar a
Villa Devoto, embarazada de cuatro meses. Martín y Cristina, los
hijos mayores se quedan con los abuelos. La impotencia bélica del
coronel se convierte en omnipotencia burocrática.
El
Bocha y la Graciela se vuelven a encontrar dos años después en
Copenhaghe, ella “optada”y
él, simplemente, escapado, después de haber vivido sin nombre ni
domicilio en varias decenas de los cien barrios porteños. Y como ha
pasado tantas veces en esta vieja historia de exilios, fugas y
arrancamientos que vivimos los latinoamericanos, no se reconocen, sus
cuerpos han adquirido huellas que ya no son comunes, la imagen de la
memoria ya no coincide con esa máscara nueva y extraña. Han vivido
una vida distinta y son distintas las condiciones de su relación. No
deciden separarse, me dice el Bocha, sería ridículo.
-
Ya lo decidió por nosotros un oscuro y siniestro coronel. Más bien
decidimos no volver a juntarnos.
Y
así llegamos al momento en que, mientras prepara una pata de cordero
al horno, el Bocha la nombra a Carola. Mejor dicho empieza a hablar
sobre los hijos de Carola y la importancia que, según él, tuvieron
para sobrellevar aquellos dos años de inexistencia.
Diecisiete
años tenía Carola cuando se casó. Acababa de salir del
Mallincrodt, iba a las misas del padre Mujica, enseñaba en catecismo
en no sé qué cotolengo de extramuros y decía “¡Qué bárbaro!”,
cuando algún iluminado amigo de su novio le explicaba los ocultos
mecanismos de la renta diferencial en la acumulación de excedentes
del sector agrario. Sabía hacer petit point, pero no había tenido
nunca la oportunidad de ir a la feria a comprar lechuga o batatas.
Porque Carola era una bacancita. Su familia se remontaba a los
tiempos de Juan de Garay y contaba con ministros, jueces, cancilleres
y generales, nutridos durante centurias por la feracidad de las
pampas y la virilidad de los toros. Inexperta como pocas en las
tristes penurias de los hombres y las mujeres que vivían del otro
lado de las avenidas Santa Fe y Pueyrredón -límite catastral para
su mundo afectivo- Carola era dulce, alegre y leal. Amaba a su abuela
y a su padre y tenía un extraño sentimiento hacia su madre, una
severa y enjuta presidenta de varias organizaciones de beneficencia.
A
los diecinueve años, Carola tenía dos hijos y su matrimonio
destruido. En su departamentito de un ambiente, atiborrado de
elegantes regalos de casamiento -entre los que se contaba una bandeja
de plata firmada por el presidente militar de la época de su boda-,
Pedro, su marido, le confiesa que ha dejado de quererla -Carola nunca
supo si a ella o a su matrimonio-, que hay otra mujer, que se va y
que, bueno, que lo perdone. Y el mundo de Carola, esa noche, parecía
el Palacio de Invierno de Petrogrado después que Antonov-Ovseienko,
revólver en mano, interrumpió la bizantina intimidad de los
Romanof. Eran alfombras persas pisoteadas por bastas botas de madera,
gobelinos colgando desgarrados, porcelanas hechas astillas contra la
pared. Un mundo en derrumbe. Una insurrección de la realidad.
El
Bocha me cuenta que la encontró a Carola y a los chicos en el garete
de sus primeros años de naufragio en Buenos Aires. De inmediato
decidió tomar a la familia bajo su protección. Esperaba a los
chicos a la salida de la escuela. Los llevaba a pasear. Le bancaba
los mambos a Carola cuando los bajones la tiraban a la cama durante
dos días seguidos. Pero más me contaba de los pibes. Del petisito
que se largó a caminar con él una tarde de primavera bajo la
estatua de Rubén Darío. Del mayor, que pretendía jugar al padre y
al novio de una Carola que atravesaba el enardecido tirar de
chancleta propio de toda recién separada.
En
la helada tristeza del invierno boreal el Bocha me contó cómo los
pibes de Carola habían llenado el agujero inmenso que le habían
dejado los suyos. Les enseñaba malas palabras en guarní. Se quedaba
en casa cuando alguno de ellos se enfermaba se alegraba con cada
éxito en el jardín de infantes.
La
pata de cordero se va asando lentamente, mientras la cocina se llena
de un fuerte aroma a ajo. Camina, el Bocha, de un lado al otro y
gesticula, se ríe, espanta el recuerdo de una Graciela pariendo a su
hijo menor en la enfermería de Devoto, resucita la imagen de un
encuentro con sus hijos en un taxi, el agujero en el pecho, cuando
los despide en el Aeroparque, hasta quien sabe cuando. Y el refugio
en la casa de Carola, el hogar prestado, la mano de Carola en el
hombro,
-
Un poco de chocolate, loco, si no te morís.
Pero
todo su relato no es más que la justificación para introducir a
Carola, como una figura secundaria, presentarla, decirle a los
espectadores: aquí está, véanla, este personaje me lo guardo para
el final, la entrego de a cachitos, van a ver cómo ella sola se hace
cargo de la escena cuando menos se lo esperan.
Y
cuando ya entramos en el año 82, y los recuerdos de los pibes
comienzan a agotarse, irrumpe Carola, con la majestuosidad de una
prima donna, cosa que sucede, vuelvo a decir, en el momento en que,
gran demiurgo de almas ajenas, le reprocho al Bocha por no advertir
su verdadero sentimiento.
Los
ojos se te pusieron más saltones que nunca, te quedaste mirando el
negro infinito que bostezaba en la ventana y el gallego Floreal Ruiz
nos explicaba:
“Yo
soy aquel muchacho soñador
que
hallaste tú,
cargado con la anemia
de
su vida bohemia de ensueño y de dolor”
con
tono compadre y canchereando
la voz para que no se noten los años. Sería hacer ejercicio ilegal
de la medicina si me pusiera a explicarte las cosas que te pasaron
por la cabeza, pero estoy seguro que la viste a Carola, que en la
negra pantalla de la ventana, apareció el rostro redondo de Carola,
sus ojos grandes y oscuros, sus largas pestañas barriendo el humo
del living, que la viste tal como te la habías imaginado en tus
sueños, tal como nunca te lo habías permitido antes, como una mujer
con la que podías encontrar la ternura que estabas buscando desde el
día que el coronel te la expropió. Apagaste el televisor de la
ventana, me miraste sonriendo y me dijiste:
-
Sabés que tenés razón, flaco, estoy enamorado de Carola. ¡Uy, qué
grande, y no me había dado cuenta!
El
Bocha le escribe a Carola desde Copenhaghe a los pocos días. El
poder ejecutivo le ha levantado la captura. Puede volver cuando
quiera, cosa que hará en el término de cinco meses para casarse con
ella. A los tres meses no ha recibido ninguna respuesta.
-No
ves que soy siempre el mismo boludo, me dice por teléfono. Me largo
a la pileta sin preguntar si tiene agua. Me trabajo la croqueta, me
engrupo yo solo. Un gil, un gil a cuadros, eso es lo que soy.
Y
yo, sintiéndome
cómplice de su berretín, le pido paciencia, le explico que son
decisiones que no se toman de un día para el otro, y la puteo
mentalmente a Carola por su frivolidad y su falta de consideración
hacia mi amigo, sin animarme a confesarle la simplista generalización
de que las argentinas son todas unas reventadas con las que no podés
jugar de blandito.
En
el sobre decía bien claro: Tacuarí 578, cuarto piso, Buenos Aires.
Si no hubiera sido una declaración de amor, si no se hubiera traado
de un documento con el que alguien se jugaba un sueño, una ilusión,
una fantasía esperanzada de una noche de copas, la carta hubiera
llegado puntualmente a las manos de Carola, con la diligencia de una
boleta de la luz. Pero, porque la carta era todo eso para el Bocha, y
era para Carola el reencuentro con su mitad perdida, el fin de sus
días de desasosiego, soledad y neurosis, la empresa nacional de
correos y telecomunicaciones la envió a la provincia de Buenos
Aires, a cualquier pueblo que tuviera una calle Tacuarí. El
rectángulo de papel recorrió las somnolientas oficinas de Rauch,
General Villegas, Cacharí y la travesía podría haberse prolongado
durante años.
Alguien
se apiadó de nuestros héroes y la remitió por fin al domicilio
correcto. Tres meses habían pasado entre la tarde que el Bocha
despachó su transatlántica proposición matrimonial y la mañana en
que Carola la leyó y, de inmediato, pidió una comunicación de
larga distancia a Copenhaghe, Dinamarca.
Te
miro, Carola, después de cinco años de ausencia. Seguís teniendo
tu casa, algo más grande, atiborrada de regalos de casamiento. Ya no
es Floreal Ruiz, como en Jakobsberg, es León Giecco el que desafina.
Me estás haciendo un embarullado resumen de estos cinco años de tu
vida. Ya no hay más misas del padre Mujica y no catequizás más a
niños discapacitados. Tenés un consultorio con diván y foto del
tio Sigmund. Seguís diciendo ¡Qué bárbaro! y tus pestañas siguen
agitando el rayo de sol que irresistiblemente brilla entre tu sillón
y el mío. De pronto, tu voz pronuncia palabras conocidas.
-
Pero es que no te das cuenta, pibe, que vos estás enamorado de la
mina esa, me decís que te contó el Bocha que le dije, como a las
cuatro de la mañana, un primero de enero, con la voz pastosa y una
muy dudosa articulación.
Jakobsberg,
1983