I
Quizá
fue un designio divino
o tan solo el desatinado devenir de la materia,
la muerte irreversible de los monstruos del
jurásico,
el repliegue sin vuelta de los mares y sus
restos putrefactos,
la lenta metamorfosis de esa cazuela de
mariscos
o un capricho,
una maldición
o un privilegio.
El hecho es que tu tierra se convirtió,
en el momento cenital de un sistema que
agoniza,
en la más desmesurada reserva de energía,
el rayo creador y mortal de los dioses
acumulado por milenios en tus entrañas
prodigiosas.
II
El italiano Vespucio creyó ver en tus antiguos
palafitos
un palacio ducal y hasta una plaza de San
Marcos
Y sobre ese gigantesco y azulado lago,
montado sobre otro negro, invisible y hediondo
se alzaba el milagroso
Coquivacoa
descargando
sus rayos eternos y constantes.
Venezuela
te puso don Américo,
quien
también le dio el nombre al continente.
Te
alquilaron unos catires germanos
como
pago de una
corona imperial.
Fugger,
Welser, ávidos banqueros tradujeron
la
ocurrencia de Vespucio al alemán.
Klein-Venedig
te pusieron en el idioma de Lutero.
Ambrosio
Alfinger se hizo maracucho
y
Federman, von Speyer y von Hutten se perdieron
buscando
la ciudad de oro
a
orillas del torrencial Orinoco
que
enloqueció a Lope de Aguirre
hasta
que murió en Barquisimeto.
Y
fue vana la dura resistencia de los teques
encabezados
por el tenaz Guaicaipuro,
a
quien Oviedo y Baños rescató del olvido,
y
lo hizo morir peleando
con
la espada que le arrebató al invasor.
Y
eso solo fue el comienzo
de
quinientos años de saqueos,
de
guerra a muerte, de asedios y bloqueos.
III
Para
sumar carne humana a la explotación y la mezcla,
encadenados
vinieron en los barcos
los
negros de la soleada África
a
la soleada y sedienta isla de Cubagua.
Y
los hundieron en el líquido topacio para buscar las perlas
hasta
dejar sin perlas a la Perla de los Mares.
Y
fue el chocolate y el café y el maíz y el metal
y
el Negro Miguel, el Rey Miguel para los negros,
pegó
fuerte el grito y creó su reino para negros,
la
primera quilombola venezolana
donde
Guiomar fue la reina.
Tres
veces, no una, tres veces
tuvieron
que abolir la esclavitud
para
que esos negros y esas negras,
esos
zambos y mulatos
que
habían peleado con Bolívar
que
habían sido generales, como el insumiso Piar,
pudieran
ser hombres libres.
Olvidados
y hambrientos, pero libres.
IV
Sobre
esa vasta extensión de llanos, selvas y montañas,
sobre
esa tierra volcada al Mar Caribe,
reinaban
los mantuanos,
esa
clase social que inventó Venezuela
con
el privilegio de que sus mujeres
pudiesen
entrar en los templos
con
la cabeza cubierta por un manto.
El
cacao amargo que el azucar convierte en xocolātl
-como
escribieron los jesuítas-,
el
café que crece a la sombra de los cerros,
el
oro deslumbrante
que
despertó la gula goda,
el
maíz de las arepas lunares
y
las cachapas doradas como el sol,
la
yuca suculenta
que
el sebucán hace amigable,
la
del áspero casabe y la tapioca fina,
fueron
las razones de ese privilegio de casta
sobre
un mar de humanidad oscura y mezclada,
de
blancos pobres y sin hidalguía,
de
hombres y mujeres de lenguas americanas.
V
El
aventurero peregrino de cortes y alcobas,
de
reinas y revoluciones, de logias e intrigas,
recordó
al genovés con nombre de paloma
y
le puso Colombia desde su exilio en Londres
para
convertirse en terror de las testas coronadas,
de
borbones y obispos, de inquisidores y agentes secretos.
Hasta
que aparecieron los dos Simón.
Rico,
play boy, inteligente y osado era uno,
pobre,
de lecturas confusas y preclaras el otro.
Y
todos juntos armaron el más gigantesco zafarrancho
que
conoció este zafarranchoso continente
de
tucanes, de orquídeas y jaguares,
de
razas olvidadas, de negros encadenados,
de
ávidos funcionarios, de mujeres apasionadas.
VI
Tuvo
que ser derrotada en guerra a muerte
la
casta mantuana,
tuvieron
que morir sus hijos dilectos
en
una iglesia bombardeada,
tuvo
que huir a refugiarse entre negros
el
gran mantuano, el pequeño guerrero caraqueño,
para
que la guerra por los cargos
que
eran privilegio de los españoles puros
se
convirtiese en guerra social,
de
esclavos contra propietarios, de negros insurrectos
acaudillados
por el más rico de todos,
el
discípulo del huerfáno genial y sacrílego de la calle de la
Merced.
Fueron
esas legiones de tierrúos pata al suelo
las
que esparcieron su carne y su sangre por los campos
de
todo un continente que se hizo uno por la independencia
y
se volvió mosaico y lucha fratricida por la dependencia.
VII
Agoniza
en cama ajena, derrotado y jadeante,
el
gigante americano, en su destruído cuerpo de jockey.
María
Teresa, la desafortunada,
Fanny,
puro fru fru y talle imperio,
Anita
en Nueva Granada, Juana, que nunca más viste,
y
la sufrida Josefina
que
murió tosiendo como hoy toses, Libertador,
Julia,
la dulce morena de Kingston
que
compartió las noches en la hamaca,
la
melindrosa Bernardina
que
a los quince años puso laureles en tu frente,
Manuelita,
la Libertadora, tu loca, la desmesurada, la tórrida,
los
ojos de tu guardia, el único ser humano al que temías, Libertador,
todas
ellas,
y
la otra y fugaz Manuelita,
y
las Teresas y las Joaquinas
y
todas esas bellas criollas
que
hicieron de tu vida un paraíso y un infierno,
son
en este momento fantasmas de humo
que
rodean la cama de Mier.
VIII
Simón,
te estás muriendo
y
tu delirio de construir un mundo gigantesco,
una
nación tan grande
como
grande fue el fuego en que se fundieron
las
razas, las lenguas, las civilizaciones y los dioses,
se
está muriendo contigo, Libertador.
No
podrán tus generales, puro cojones y lanza,
resistir
la negra levita de la logia y el inglés.
Los
puertos, la fascinación de sus quincallas
y
el embriago de los otros puertos lejanos,
los
hombres de la tienda y la hacienda
desbarataron,
Libertador, tu Gran Colombia.
Y
ahí quedaron, en el olvido, tu gesta, tus constituciones,
tu
presidencia vitalicia, tu espada, tu palabra creadora,
y
la América toda no existió en Nación.
IX
El
oscuro tesoro ignorado continuaba pudriéndose
en
la pequeña Venecia de Vespucio,
-descomponerse
es el misterio de su pasmosa energía-
esperando
que la guerra civil
terminara
su magnificente cosecha de vidas humanas,
la
degollina,
los
nuevos afluentes a tus torrentes de sangre criolla
brotada
de conservadores y liberales,
de
clericales y masones,
de
dueños de hatos y señores del valle
contra
hombres del sur llanero y del frío andino,
redactores
de manifiestos y proclamas.
Hasta
que, por fin,
más
o menos con todo el continente,
una
especie de república consagró sus instituciones,
sus
generales de mostachos, sus diputados de provincia,
sus
senadores de cuello palomita y sus jueces pelucones
y
sus arzobispos, con sus mitras y sus báculos,
y
sus grandes maestres, con sus mandiles y sus compases,
financiados,
como siempre, por el cacao, el café, el tabaco
y
los préstamos de los usureros de Europa.
Hasta
que se acabó lo que se daba y los civilizados prestamistas
mandaron
los barcos con los cañones para cobrar la deuda.
X
El
dilatado depósito de oscuros excrementos divinos
esperaba
que el cometa viejo amigo de los hombres
volviese
a rozar con su cabellera iridiscente
el
ecuador terrestre, para surgir,
como
desde un grifo del infierno,
y
terminar para siempre tu siesta en el chinchorro,
tus
viejas fiestas de toros y caballos,
de
salvajes ganaderías,
donde
la vaca Mariposa tuvó un terné,
bajo
los morichales donde el alcaraván pega siempre el alerta.
Ya
nada será la desmesurada autoridad de Doña Bárbara.
Ya
el catire Florentino ha roto el cuatro que templaba Cantaclaro.
El
contrapunto lo ha ganado el mismo misterioso jinete
que
venció a Santos Vega en la lejana soledad pampeana.
Te
llegó la hora del petróleo.
XI
Mientras
el Benemérito,
esa
mezcla suramericana de dictator,
paterfamiliae
y sátrapa,
prolonga
su voluntad despótica
en
los jardines de una Maracay florida
y
tus universidades se pueblan de rebeldes,
entre
provincianos y universales,
ese
regalo, que el cielo y el infierno te entregaron,
comienza
a fluir, trayendo a los nuevos catires
que
juegan al golf, toman whisky y rezan en inglés,
reemplazan
tus dulces costumbres coloniales,
las
calles estrechas del valle caraqueño,
con
el Guaire y sus quebradas,
por
el Ford, el country, las urbanizaciones y el Johnny Walker.
Fue
la irrupción brutal de lo moderno.
Generales,
abogados, escritores se suceden sin pausa,
las
torres de perforación y las bombas penetran en tu entraña,
y
el vómito del infierno nutre los Sherman y los Jeeps
en
Italia y en Francia.
¿Dónde
quedaron en esa nueva fortuna,
que
lentamente reemplazaba al maíz y al chocolate,
los
olvidados de los llanos
de
San Fernando de Apure, de Guárico y Barinas?
Aquellos jinetes oscuros que cabalgaron con Páez, con Zamora,
Aquellos jinetes oscuros que cabalgaron con Páez, con Zamora,
en
cada uno de los llamamientos a alzarse contra Caracas,
fueron
lentamente abandonando su tierra,
el
joropo y el pajarillo,
el
arpa y la maraca.
Se
fueron llenando de hombres y mujeres del sur
los
cerros de Caracas.
XII
Si bajo esos campos que se volvieron incultos
se acumulaba, desde milenios, tu oleosa
energía,
en esos cerros, que son un cuadro de Mondrian,
se acumulaba una tensión tan vieja como
Vespucio:
hombres y mujeres, del caoba al ébano,
hombres de brazos fuertes y gruesos,
mujeres de caderas redondas y movedizas,
hombres echadores de vainas y jugadores de
dominó,
mujeres de labios rojos y cantores,
hombres y mujeres que los sábados llenan de
rumba el aire fino,
juntaban su arrechera de siglos, el olvido y la
inexistencia.
Su hermoso color, su pelo oscuro, su presencia
rotunda,
su risa y su dolor
no evitaban un curioso efecto óptico:
eran invisibles, eran transparentes,
la luz no rebotaba en sus cuerpos bailarines.
Nadie había vuelto a pensar en ellos desde
Ayacucho.
Habían cultivado la tierra del sur;
habían arreado las infinitas ganaderías del
llano;
habían respirado el aire frío de los Andes;
en las costas del Caribe habían recogido
perlas y peces;
habían construído los laberintos de caños y
tubos
que eran el tejido sanguíneo de esa nueva
Venezuela.
Y al final de todos sus oficios, al final de
todas sus penurias,
nadie los veía, no figuraban en las listas, no
votaban
y cuando la fatalidad disfrazada de un ocho
cilindros
los atropellaba en la autopista
eran un NN más en la crónica de los diarios.
XIII
Un día, de pronto, como ocurren las tormentas,
como se arman los aludes que sepultan
poblaciones,
toda esa humanidad olvidada,
sin fin de semana en Miami,
sin cand phil ni piso en Las Mercedes,
esas miles de cachifas despreciadas,
que descubrieron la poceta limpiando pocetas
ajenas,
esos miles de trabajadores ocasionales,
choferes de busetas,
taxistas en los ratos libres,
motoristas para todo servicio,
albañiles, aparkadores de carros -así
aprendiste a decirlo-,
buhoneros y jardineros,
bajaron de los cerros,
brotaron de la nada en donde habían sido
confinados,
se volvieron por un día opacos
y la luz que rebotó en sus cuerpos los mostró
iracundos, sublevados, dispuestos a que el
fuego
arrasase con su miseria, su no existir, su
condición de nadies.
Esa presencia fulgurante y los miles de muertos
sin nombre
marcaron para siempre la ciudad de Bolívar
y se inició tu camino al siglo XXI.
XIV
Al calor de esas hogueras
apareció tu nombre, Comandante.
Brotaste a la historia, como el chorro negro
que busca el cielo,
iluminaste la vida, como los relámpagos de
Catatumbo,
empujaste la voluntad, como la torrentada del
Orinoco.
Te pusiste nuevamente el uniforme de la
Independencia,
y con tu simpatía hipnótica,
con tu palabra cautivante,
con tu firmeza combatiente,
volviste, como el Libertador, los ojos al
continente.
Y el pueblo venezolano volvió a cabalgar
en la Campaña Admirable,
volvió a triunfar en Carabobo y Boyacá
y, todos juntos, como en Junín y Ayacucho,
sentimos el ardor de la victoria
en la incruenta batalla de Mar del Plata.
Y volvieron, bajo tu impulso, a flamear las
banderas hispanoamericanas.
Si hasta llevaste al pequeño gigante caraqueño
-¡cómo lo hubiera festejado el genio gozador
de su carácter!-
a celebrar en Río el carnaval de los negros,
para que conociesen, ellos también, el tamaño
de su genio,
la inmensidad de su utopía,
volcando hacia el Atlántico el sueño de la
Gran Colombia.
XV
¡Todo lo que hiciste, Comandante!
Les diste visibilidad para siempre a los
transparentes,
a los invisibles, a los que nunca más serían
un NN
muerto en la Cota Mil.
Sus llagas tuvieron médicos,
su ignorancia, escuela,
y el día del comicio lucían orgullosos su
civismo adquirido
en una pequeña tarjeta de plástico.
La cachucha en la cabeza, esa moda que vino del
norte,
ya no diría Magallanes o Caracas.
Ahora sería Chávez para siempre.
XVI
¡Verga, Comandante!
Tremendo peo que armaste hacia el sur y en el
Caribe.
Le pusiste comida al hambriento,
le pusiste dientes al desdentado,
ojos al miope
y tu nombre recorrió el mundo entero.
Te hiciste universal, Comandante,
y Viva Chávez gritaba el bahiano de los
orixás,
y el carioca de los morros
y la gorda peronista del comedor en La Matanza
y la morena limeña
y la mujer de pollera en Potosí o Cochabamba.
Tus discursos torrenciales llenaron de historia
y de futuro
la imaginación de millones.
De pronto cabalgábamos con Maisanta, tu
ancestro
-todos los héroes descienden de los dioses-,
o nos abrumabas con las oscuridades
de István
Mészáros,
o
compartías un párrafo brillante de Abelardo Ramos
o
nos sumabas a tu extraña oración a la Virgen del Valle
o
a la de Coromoto.
Así
de torrentoso eras, Comandante.
Te
levantaste, como hacía lustros que nadie hacía,
contra
yanquis y pitiyanquis,
porque,
como los dioses,
nombrabas
las cosas y las creabas.
E
hiciste escuálidos a los bien alimentados que te enfrentaban
y
hasta, de verdad, todos sentimos que había olor a azufre
aquella
tarde, en las Naciones Unidas,
en
el momento mismo en que lo dijiste.
Unos
veinte años duró tu paso por este continente
y
nada
nada
nada
volvió
a ser igual.
XVII
Tu muerte,
la muerte más llorada de toda la Patria
Grande,
como lloramos a Evita,
como lloramos a Perón,
como lloramos a Getulio, cuando se atravesó el
corazón,
tu muerte, Comandante,
fue un tiro por la espalda.
Los hombres como tú deberían ser inmortales
deberían poder volver del dominio de Hades,
como cuenta Homero.
Los hombres que se ponen a la cabeza de un
pueblo
deberían ser inmortales, como ese mismo
pueblo.
Porque los pueblos, Comandante,
actúan convencidos que esos hombres son
inmortales.
Todos sus deseos, sus más viejas aspiraciones,
sus derechos soñados, la tierra prometida,
la memoria para recordar el olvido,
la antigua y silenciosa soledad
convertida en multitud bulliciosa,
todo lo que encarnaste, Comandante,
con tu palabra insurgente,
se convirtió en agujero, en cráter tremendo,
en oquedad sin fondo ni costados, con tu
ausencia,
Comandante.
XVIII
La Venecia diminuta de Vespucio,
la Klein Venedig de los alemanes
ya no será jamás aquella Venezuela
del tiempo de la Cuarta.
Nuevos huracanes se descargan
sobre la dulce patria de Teresa Carreño.
En el momento en que escribo estas líneas
una muchacha venezolana trae el café a mi mesa
porteña
y me habla con la melodía un poco andaluza del
Caribe.
No han podido con el legado de Bolívar y
Chávez.
La tierra que ha parido semejantes hombres
no se arrea revoleando el rebenque.
Venezuela te puso don Américo
y toda la América hoy se llama Venezuela.
En tus plazas, en tus campos, en tus cerros
en las sólidas guarniciones de los hijos del
gigante sonriente,
se está gestando el fruto de una nueva
primavera
que el verano cosechará en triunfos, bailes y
alegría.
Buenos Aires, 19 de Julio de 2019
ResponderEliminarLa víspera del día del amigo tuve el privilegio de leer, antes de su publicación en las redes, el poema "Venezuela te puso don Américo", de Julio Fernández Baraibar. Superada la conmoción, tras varios y cada vez más deslumbrados repasos de esta obra, concluyo que nadie debería omitir la experiencia luminosa de conocerla.
Dice su CV que mi amigo Julio es, entre otras cosas, historiador. Lo es, doy fe, a punto tal que se atreve a indagar en la genealogía de Venezuela desde los tiempos anteriores al tiempo. A partir del Mesozoico (hace unos 200 millones de años, nomás), reconstruye el recorrido geocronológico de esa porción del territorio caribeño, hasta llegar a este presente en el que el país ha devenido centro de una campaña mundial de estigmatización política. Tanto que cualquier chichipío, ignorante de su propia identidad y hasta de la tierra que pisa, repite como si supiera que “hay que sacar de allí al dictador Maduro” o que “EEUU nos defiende del riesgo de convertirnos en Venezuela”.
Mi entusiasta recomendación de la obra de Julio que motiva esta reseña se funda menos en los consistentes saberes que mi amigo tiene como historiador que en sus dotes como poeta. Porque su "Venezuela te puso don Américo" no es solamente un relato con categoría de arte mayor. Es un compacto metafórico de potencia radiactiva, como solamente el lenguaje poético puede contener y liberar ante la comprensión del lector, a la manera de la fisión y reacción en cadena de un núcleo atómico. Porque ésa es la cualidad que la alta poesía comparte con la física y a partir de la cual sirve a la historia tanto como a otras disciplinas que necesitan cuantiosos volúmenes teóricos para decir lo que unos versos inspirados pueden sintetizar.
En dieciocho cantos o episodios, esta oda con vocación de cantata empieza evocando la conformación del subsuelo jurásico cuyo lecho petrolífero terminaría convirtiendo el territorio en objeto de la actual codicia imperial. En su potente recorrido, el poema va relevando (y revelando) los hitos mitológicos, políticos, sociales y culturales que fueron construyendo la identidad de la tierra definida como Pequeña Venecia por Américo Vespucio, el comerciante explorador que repartió nomenclatura por estas tierras que Europa pretendió descubrir, a fines del siglo CV. La travesía se demora en momentos y personajes trascendentes: la crueldad de la conquista, lo padeceres y estallidos populares, las intrigas imperiales y su codicia depredadora, la estatura épica y humana del Libertador Bolívar y la sobrehumana del Comandante eterno Hugo Chávez.
En versos de áspera, expresiva y deliberada asonancia; alternando los límites de una métrica, que de pronto acorrala el sentido en estrechos pentasílabos o lo emancipa en largos fraseos coloquiales; apelando a regionalismos y arcaísmos venezolanos entre los que irrumpe, inesperado, el desacato de un vulgarismo porteño o un colonizado anglicismo, toda la construcción lingüística de esta obra resulta prodigiosa. Suma los valores de un acabado rigor en las referencias históricas, a los de un exquisito dominio de los recursos expresivos y un innegable compromiso con la dura marcha de los pueblos de Nuestra América hacia su inexorable liberación. Y sobre todo, se proyecta en un vuelo que solamente puede ganar semejante altura si es impulsado por una exquisita inspiración.