martes, 17 de septiembre de 2024

Limónov, los treinta años que cambiaron a Rusia


Alguna vez, Jorge Enea Spilimbergo – no recuerdo a propósito de quien, posiblemente de Regis Debray – me dijo:

– Mire, cuando un bachiller francés se pone a escribir, larga 20 metros más adelante.

Ese pensamiento me vino a la memoria mientras leía Limónov, la biografía novelizada del novelesco Eduard Veniamínovich Savenko, conocido por su seudónimo literario y político como Eduardo Limónov.

Está maravillosamente escrito y no se limita a biografiar al extraño punk ruso, sino también a contar los últimos años de la Unión Soviética, el principio de la actual Federación Rusa, los tormentosos y desaforados años del dipsómano Boris Yeltsin, el pillaje lumpenburgués de los llamados “oligarcas”, la aparición de Putin y buena parte de la vida del propio narrador, Emanuel Carrère.

Ocurre que Emanuel es hijo de Hélène Zourabichvili, conocida como Helène Carrère d'Encausse, cuyos extraordinarios libros acerca del mundo musulmán en la URSS, o como ella lo llamaba El Imperio Soviético, ayudaron a la comprensión de lo que ocurría en el seno de del bloque socialista burocratizado. La hija de los aristócratas georgianos escapados del gran alzamiento de Octubre, con una notable investigación que la llevó a conocer personalmente los países caucásicos y asiáticos que quedaban ocultos bajo el paraguas de la Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas (URSS), puso a la luz de los interesados la realidad histórica, política, social y cultural de esos países que hoy se llaman Azerbaján, Kazajistán, Uzbekistán, Turkmenistán y Kirguiztán. Fue gracias a esta señora que supe de la historia de Samarcanda, la ciudad de más de 2.700 años, un cruce de civilizaciones y culturas que contiene, entre otras maravillas, la tumba de Tamerlán, el gran unificador del Asia Central.

Sus análisis sobre el impacto de la Revolución de Octubre en el mundo asiático, donde un pequeño núcleo de obreros del ferrocarril o del petróleo difunden hojillas socialistas en un océano precapitalista que los consideraba ocupantes coloniales, pusieron – como he dicho – , una nueva luz a la comprensión de aquel complejo mundo del que solo conocíamos la insurrección de Petrogrado.

Obviamente, tal madre no puede no aparecer en el libro de su hijo, quien, al estudiar y seguir la vida y personalidad de Limónov, vuelve a aquellas largas ausencias maternas, a sus antepasados aristócratas del imperio zarista, a sus permanentes reflexiones sobre la actualidad rusa.

En algunos momentos del libro Emanuel Carrère deja entrever esa mirada sobre Rusia y su hinterland asiático, entre fascinada y despectiva, del etnógrafo y su misterioso nativo al que intenta describir. Uno siente, en algunos párrafos, en algunas expresiones que el autor comparte esa idea que transmite el poeta Alexander Blok en su poema Escitas que publiqué aquí:


¡Sí, somos escitas, sí, asiáticos,

una codiciosa tribu de ojos rasgados!

Para ti, son siglos, para nosotros, una sola hora.

Como esclavos, obedientes y despreciados,

hemos sostenido el escudo entre dos razas hostiles,

la de Europa y las feroces hordas mongoles.

Ha logrado periodizar la complicada y aventurera vida de Limónov, desde sus humildes orígenes en la hoy conocida ciudad de Jarkov, hijo de un oficial de rango inferior de la Comisión Extraordinaria Panrusa para la Lucha contra la Contrarrevolución y el Sabotaje, más conocida como Cheka, el aparato de inteligencia y policial fundado por el bolchevique Felix Dzerzhinsky, cuyo retrato aún hoy preside el despacho de Vladimir Putin. La lenta transformación de un adolescente al margen de la ley y el homeless neoyorquino que se hace penetrar por otro homeless afronorteamericano en un parque público, hasta el escritor y político que, junto con Alexander Duguin, funda el Partido Nacional Bolchevique y que, posteriormente, se alía con el gran maestro del ajedrez Garri Gaspárov para disputarle las elecciones presidenciales a Boris Yeltsin, Carrère se mete en la cabeza de su biografiado, en sus humores y sus pensamientos. Cierto es que la obra escrita de Limónov, que no tiene pelos en la lengua para contar su propia vida, le ha sido de una ayuda inestimable.

Limónov queda retratado como un enorme, un gigantesco perdedor, con permanentes e insatisfechas ansias de ser reconocido como un héroe, como un gran hombre, como un mesías guerrero e irreductible. Carrère, su biógrafo, trasluce, por momentos algo como una envidia por esa vida azarosa, por ese intelectual de lecturas mezcladas y sin sistema, donde Alan de Benoist y Julius Evola se entrevera con Lenin, Duguin y Stalin. La descripción de sus mujeres jóvenes, hermosas y quebradas y por los dos años de cárcel en una prisión rusa, donde logra recibir respeto y obtiene autoridad, son contadas por Carrère con un dejo de nostalgia y cierto desprecio por su vida de bachiller francés.

Finalmente, aparece el último personaje. Un hombre algo más joven que Eduardo Limónov, pero con un origen muy parecido y que ha sufrido igualmente los avatares de la implosión soviética: Vladimir Vladimirovich Putin. 

En la descripción de Carrère, Putin surge como un alter ego de Limónov, más equilibrado, más concreto, con menos extravagancias, pero de un espíritu similar, pese a que su biografiado lo tenga por su peor enemigo. Rusia, ese misterioso país asiático incrustado en Europa, sus pueblos y su gente, la impenetrable mirada del mujik, las borracheras arrasadoras, su experiencia socialista – la primera en la historia humana – y la implacable solidez de su densidad nacional – para citar a Aldo Ferrer – logró expresarse, en medio de un caos que parecía final, a través de ese hombre, mientras Limónov se desdibuja en una vida que fue, siempre, puro presente.

Limónov, un libro al que la realidad le ha dado una actualidad que lo hace inevitable.

Madrid, 17 de septiembre de 2024.

sábado, 7 de septiembre de 2024

Madrid, un amigo, Piazzolla y una visión apocalíptica

Mi amigo Marcos Iaffa, un argentino residente desde hace 20 años en Madrid, me invitó a un recital del Astor Quintet, en un hermoso sótano cercano a la Plaza Santo Domingo que lleva el sugerente nombre de Café Berlín. 

Pero antes, quiero contarles quien es mi amigo Marcos Iaffa. 

Es un arquitecto porteño a quien conocí en la milonga hace 25 años. Su abuelo era un inmigrante de Odessa, con pasaporte ruso, y su padre fue un convencido y sincero comunista argentino que, en sus años mozos, vino a España a combatir junto a las Brigadas Internacionales por la República y contra los fascistas. En España se enamoró de una bella muchacha campesina y entre metrallas y canciones unieron sus vidas. Al caer Madrid, el hombre fue hecho prisionero de la morralla franquista, dejando a su compañera embarazada. La intervención del gobierno argentino, posiblemente del presidente Ortiz, permitió su libertad y su repatriación. Ya en la Argentina recién pudo reunirse con su española un par de años después. La muchacha llegó al puerto de Buenos Aires con un niño de la mano, quien por primera vez conoció a su padre. Era el hermano mayor de Marcos.

Marcos creció en un hogar comunista y sus primeras armas políticas fueron en la lucha entre “la libre” y “la laica”, en las calles porteñas, a fines de los años 50. Pasó por todas las divisiones de la izquierda socialista de la década del 60 y mantuvo con su padre y su madre una diferencia política esencial. Al contrario de ellos, obvia y casi necesariamente aferrados al mundo de la preguerra, nunca compartió una mirada lapidaria y cancelatoria del peronismo. Pasó por la CGT de los Argentinos y terminó en una militancia cercana al Partido Comunista Revolucionario. Hemos descubierto en Madrid que Chiche Perelman, Darío Lagos, Antonio Sofía y Ricardo Chornik -a destacados militantes y dirigentes de ese partido y con quienes compartí enfrentamientos y coincidencias- eran también sus amigos.

Pero a Marcos lo conocí en la milonga. A los cincuenta años se acercó, como yo, al baile y el caminar abrazado con una hermosa mujer al compás de un tango, de una milonga o un vals se convirtió en su segunda vida.

Y a principios del siglo se vino a Madrid para instalar una milonga. Y le fue bien. Logró continuar su profesión de arquitecto y, algunas noches a la semana, era el anfitrión de españoles y españolas que también caían bajo la seducción de Troilo, Di Sarli y Miguel Caló. Mi amigo cerró hace años su milonga, pero esa exitosa experiencia lo hizo un referente tanguero de esta ciudad.

Marcos, entonces, me invitó al Café Berlín. Y pude presenciar un recital de una hora y media del Astor Quintet. Son unos músicos fenomenales, grandiosos, que han logrado encontrar, como diría Julián Centeya, “el misterio profundo de la cosa” y suenan como si Piazzolla, López Ruiz, Kicho Díaz, Osvaldo Manzi y Baralis llenaran el escenario. Su repertorio es exquisito y recorren casi todas las etapas de Piazzolla, desde su inicial “Triunfal” que convenció a Nadia Boulanger que su alumno era antes que nada un bandoneonista de tango hasta el apabullante “Biyuya” de su etapa más avanzada.


Todo el recital me produjo una honda conmoción. Obviamente no era nostalgia. Hace dos días que estoy en Madrid y todo es estupendo. No hay nada de allá que, hoy, pueda extrañar. No soy de los que viajan y rápidamente extrañan el 60 o la pizza de Güerrín.

Mi pensamiento se vio brutalmente invadido por la idea que -quizás, quien dice, Dios no lo permita- esa Argentina que produjo a Astor y a estos músicos que estaban en el escenario, finos virtuosos de su instrumento, capaces de captar el espíritu, la textura del gran compositor, sean animales en peligro de extinción. Que la Argentina que los produjo -todos ellos estudiaron en la escuela pública, tres de ellos egresados de la Escuela de Música Popular de Avellaneda- desaparezca y los argentinos, talentosos, cultos, educados, un poco soberbios y algo prepotentes nos convirtamos en una especie de gitanos, sin país, con solo tradiciones, con una música y una cultura propia, dispersa por el mundo, sin asentamiento posible. Una raza basada en el recuerdo, en la literatura, en la música y en la memoria de hombres y mujeres que vivieron y crearon un paraíso perdido que desapareció de la faz de la tierra.

Porque así se ve la Argentina desde lejos. No es nostalgia, es casi desesperación. Una pandilla de vulgares e ignorantes charlatanes al servicio de una clase bastarda, inculta y sin arraigo, movidos tan solo por una miserable crematística, sin horizonte, sin futuro, sin civilización, destruye los cimientos humanos, económicos y sociales del país, mientras los argentinos discutimos sobre nuestro
luminoso pasado.

Sé que suena apocalíptico y trágico. Pero Cartago dejó de existir.

Madrid, 8 de septiembre de 2024