Anoche vi dos películas.
Una fue Jojo Rabbit. Una comedia un tanto zonza, con estética de cuento de Navidad. La idea de metaforizar todo el mal de la humanidad en la figura de Hitler, después de lo que hemos vivido desde 1945 hasta hoy, ya me resulta un tanto hinchapelotas. Si siguen así, el austríaco se va a convertir, como el rumano Vlad Dracul, en un interesante y, hasta, simpático personaje literario.
La otra que vi fue El Joker. Más allá del drama individual del pobre payaso fronterizo, abusado por su madre, fracasado hasta como payaso y el maltrato al que es sometido, todo el clima es un homenaje, quizás inconsciente, quizás previsto, a lo que ocurre en Chile, en Francia, en Colombia y amenaza ocurrir en cada país de occidente: una rebelión por hartazgo sin mucho programa ni rumbo.
Para la visión norteamericana, la psicosis se transforma así en epopeya social: la locura individual en locura colectiva, explicadas ambas por el maltrato.
La forzada vinculación de la película con el asesinato mitológico y litúrgico de los padres de Bruce Wayne, el futuro Batman, intenta convertir a los personajes de DC en una especie de módica teodicea norteamericana y se vuelve un tanto funambulesca.
Es una película para ver, pese a su abrumadora psicopatía.
Publico aquí algunos textos a medio camino entre el intento de permanencia de la literatura y la realizada fugacidad del periodismo.
martes, 25 de febrero de 2020
miércoles, 5 de febrero de 2020
Kirk Douglas fue mi amigo del Cine Americano
El cartel del Cine Americano, mientras se construye el nuevo correo, y en la esquina un pedazo de El Mangrullo. La línea 4 unía entonces el cementerio con La Movediza, donde estaban los cuarteles y el barrio militar.
Quien
no pasó su infancia en Tandil no puede entender el significado del
Cine Americano.
Estaba
en General Rodríguez, casi esquina San Martín, al lado de El
Mangrullo, como se conocía al modernoso edificio de Rentas de la
Provincia -se sabe que nada envejece más rápido que lo moderno- y
daba tres películas, todas de acción: de cowboys, de policía, de
espías, de guerra, de piratas, como conocíamos esos géneros en
aquellos años. Uno entraba a las 15.30 y salía a las 9 y media de
la noche, listo para ir a casa a cenar.
En
el cine Americano se fumaba. Era el único en Tandil donde se podía
fumar. Y en la parte de atrás, separado por un fino vidrio, había
un, digamos, buffet, donde despachaban unos poco glamorosos
sandwiches de una fragante mortadela entre un enorme pan felipe,
cortado al medio. Eso podía ser bajado con una Coca Cola, una Bidú,
una Crush o una Quilmes de tres cuartos. En la mitad de la segunda
película, a eso de las seis de la tarde, el sandwich de mortadela
era casi una necesidad. También era una necesidad salir al baño en
el medio de la función como resultado de las gaseosas o la cerveza
que acompañaba la ingesta. El baño del Americano, recuerdo, era un
extracto concentrado de humo de cigarrilos y orines masculinos, que,
de niño, me obligaban a contener la respiración, o respirar por la
boca, en la obligada visita.
El
cine Americano de Tandil fue mi infancia cinematográfica. No hubo
película de cowboys, policial, de piratas o de guerra que no haya
visto en sus largas funciones. En general, eran películas que ya
habían sido estrenadas varios años antes y por las que el dueño de
todas las salas de cine tandilenses, Cantarelli, ya había pagado los
derechos de estreno y conservaba las copias para completar las tres
películas del Americano, en programas que cambiaban semana a semana.
Gary
Cooper, Alan Ladd, Kirk Douglas, Burt Lancaster, John Wayne, Richar
Widmark, Roy Rogers, el ridículo cowboy cantor con falsete alpino,
Victor Mature, James Stewart, llenaron mi niñez tandilense de
inolvidables momentos de aventuras. Después, ya en casa o en la
vereda, se trataba de reproducir en nuestros juegos y con una
cartuchera y un revólver Texas en la cintura, esas historias de
tiroteos, robo de ganado y duelos en la puerta de un saloon con
puerta vaivén.
En
esas tardes me hice amigo de Kirk Douglas para toda la vida.
Buenos
Aires, 5 de febrero de 2020
martes, 4 de febrero de 2020
El virus que Jack London esparció en la China
Hoy me encontré
con un viejo amigo, antiguo militante del Partido Comunista
Revolucionario, bailarín de tango, orfebre, de origen ruso judío y
hombre formado en la gran cultura de la izquierda anterior a la caída
del Muro. Y él, hablando de otras cosas, trajo este impresionante
recuerdo a la mesa del bar.
Jack London fue el
gran escritor norteamericano de principio de siglo. Su partida de
nacimiento, que hubiera permitido saber si su padre era un charlatán
astrólogo, se perdió en el incendio de San Francisco. No tuvo una
educación académica formal, pero fue la más potente pluma de ese
país salvaje y plebeyo, que a la sombra de una descarada plutocracia
crecía después de la devastadora guerra civil.
Recorrió a pie y
como vagabundo el gigantesco país, buscó oro en Alaska, fue obrero
industrial y a los 20 años se hizo socialista. Jack London fue la
expresión de ese proletariado que había llegado a la sociedad
capitalista sin haber pasado por el Renacimiento y el Iluminismo. Tan
solo el afán de lucro, el más salvaje individualismo y el Antiguo
Testamento como mandato de un destino manifiesto, regían el destino
de aquellos hombres pujantes, fuertes y convencidos de su misión.
Murió a los
cuarenta años por propia decisión. Había escrito El Talón de
Hierro y en sus páginas se describía la dictadura absoluta del
capital financiero sobre el conjunto de la sociedad. Hoy, esa
distopía debería leerse en las escuelas.
Vivió como una
amenaza la inmigración, muchas veces forzada, de la población china
en la costa oeste y, con la impiadosa mirada de los poetas y los
genios, convirtió sus miedos en una espantosa obra de anticipación.
Se llamó La Invasión sin Paralelo. Se
puede leer aquí.
No
se asusten. Jack London era simplemente un genial hijo de la clase
obrera norteamericana.
4
de febrero de 2020
George Steiner: la crítica al papel de la crítica en la cultura
“Al
mirar hacia atrás, el crítico ve la sombra de un eunuco. ¿Quién
sería crítico, si pudiera ser escritor?”.
George
Steiner.
Leí
esto hace ya más de treinta años y su autor se me convirtió en la
idea misma de la discusión sobre literatura, arte y sociedad. Era un
crítico capaz de mirar con estos ojos su propia profesión, a la que
enalteció, convirtiéndose en una figura central del debate cultura
de la segunda mitad del siglo XX.
Fue
uno de los más grandes exponentes de ese pensamiento crítico que
surgió entre las dos guerras en Europa y que proyectó su luz hasta
ya entrado en el siguiente siglo. A los 90 años ha muerto el gran
George Steiner. La sentencia que inicia este hilo es la clave de su
ciclópea tarea. El mundo es un lugar un poco más pobre.
Buenos
Aires, 3 de febrero de 2020