En 1979 se publicó en Suecia la biografía de August Strindberg escrita por Olof Lagerkrantz. El libro se llamaba simplemente August Strindberg. Fue, de inmediato, un éxito de ventas.
El autor era muy conocido por sus permanentes columnas de crítica literaria y, en general, crítica cultural y había sido secretario de redacción del diario Dagens Nyheter, el matutino de mayor circulación del país, una especie del Clarín en su mejor momento. Era, además, un miembro de la aristocracia, con un padre presidente de un banco y una madre condesa, cuyos orígenes familiares se remontan a las andanzas de la Orden Teutónica en Estonia. Su abuela era pariente, por ende, de Piotr Nikoláievich Wrangel, el Barón Negro, comandante del Ejército del Cáucaso en 1919 y jefe del contrarrevolucionario Movimiento Blanco en Ucrania durante el período final de la Guerra Civil Rusa.
La personalidad de Augusto Strindberg había despertado mi interés a poco de tener un conocimiento más o menos digno del idioma sueco y estudiando su literatura, por la importancia que el autor tenía en la cultura de su país. Sus libros eran, por así decir, de lectura obligatoria para quienes querían internarse en la literatura sueca. El Cuarto Rojo, su primera novela, tiene el lugar que en nuestra literatura podría ocupar La Maestra Normal o Nacha Regules, el de ser considerada como la primera novela moderna. Su drama La Señorita Julia sigue siendo, pese al tiempo transcurrido -fue escrita en 1888- una de las obras más influyentes en el teatro del siglo XX. De alguna manera, Eugene O'Neill, Tennessee Williams, Arthur Miller o Edward Albee, o Carlos Gorostiza o Roberto Cossa, en nuestro país, son herederos de esa obra.
Compré la biografía y la leí de corrido en un par de días. Me pareció fascinante. Strindberg, es necesario agregar, era un tipo por demás raro, rayano, en algunos momentos de su vida, en la más declarada esquizofrenia. Al contrario de su contemporáneo y vecino, veinte años mayor que él, Henrik Ibsen, Strindberg tenía una oscura mirada misógina sobre la mujer, además de una niñez signada por una tortuosa relación entre sus padres. De las muchas anécdotas de su vida, de las que da cuenta la biografía de Lagerkrantz, hay una que no he podido olvidar.
Parece que en algún momento de sus treinta años, cuando ya su nombre, después de la aparición de El Cuarto Rojo, comenzaba a ser conocido, alguien echó a rodar el chisme de que Strindberg era impotente, no tenía erección. Para un tipo de sus características emocionales esto era un palo en la nuca. ¿Qué hizo entonces? Se presentó ante un escribano público y le solicitó que se tomara acta de lo siguiente: el largo de su pene en estado de flaccidez; luego, junto con el notario, la concurrencia a un prostíbulo, donde una profesional realizaría lo necesario para que su pene adquiriera el estado que sus detractores decían que no alcanzaba; una vez alcanzado ese discutido estado, el notario procedería a medir su pene y poner todo ello en un acta que, con su firma, daría fe pública a lo allí escrito.
El procedimiento solicitado se realizó y Strindberg pudo exhibir a sus detractores su capacidad peneana con una escritura pública. Por esta razón, además, es que sabemos con toda certeza el tamaño del pene de Strindberg en situación de descanso y presto al placer o al trabajo, como se prefiera.
La lectura del libro me resultó tan impactante que me dieron ganas de traducirlo al español, pensando, por otra parte, que sería un buen reintegro económico a mis esfuerzos por aprender aquel idioma. De modo que me puse en contacto con Olof Lagerkrantz. Le escribí una carta al Dagens Nyheter, donde colaboraba asiduamente. Me presentaba, le hablaba del libro y de la escasa biografía en español sobre Strindberg y de mi deseo de traducirlo.
A todo esto y para poder mostrar lo que estaba en condiciones de hacer, traduje por mi cuenta todo un capítulo.
Sorprendentemente, unos días después, recibo en mi casa una llamada telefónica de Olof Lagerkrantz. Con un muy agradable tono y con una exquisita pronunciación high class -en todos los idiomas las clases altas pronuncian de un modo particular, al igual que los sectores populares-, me invita a encontrarnos a tomar un café o una cerveza en Kungsträdgården, junto a la Ópera, en el centro de Estocolmo. Ya estábamos en el año 1980.
Unos días después me encontré con Olof Lagerkrantz.
Era una situación extraña. Yo era un inmigrante latinoamericano de 32 años, que vivía en los suburbios del Gran Estocolmo, y que hablaba muy bien el sueco, pero con una fuerte pronunciación extranjera -el sueco tiene un sistema fonético que es muy difícil de adquirir de adulto-. Él era un reconocidísimo periodista, escritor y crítico literario de 68 años, cuyas raíces familiares en Escandinavia se remontaban al siglo XIV.
Pero, debo decir, Olof Lagerkrantz -su apellido quiere decir Corona de Laurel- era un verdadero caballero. Charlamos alrededor de una hora, sobre diversos temas. Sobre todo estaba interesado en mi carácter de exilado político y en la situación general suramericana. Se interesó sobre cómo había aprendido a hablar el sueco, elogiando mi léxico y pronunciación. Hablamos sobre Strindberg y su biografía. Le entregué mi traducción de uno de sus capítulos. Le expliqué mi idea de traducirlo. Se manifestó relativamente interesado y pasamos a hablar de literatura latinoamericana. García Márquez aún no había recibido el Nóbel, ya que ello ocurrió en diciembre de 1982. Hablamos de Augusto Roa Bastos, que en esos días había visitado Estocolmo, de Vargas Llosa, de Cabrera Infante, de Octavio Paz y, obviamente, de Borges. Él estaba interesado en mi opinión sobre esos autores, o por lo menos era lo que intentaba manifestar. Y obviamente yo di rienda suelta a mi afán de alardear sobre mis conocimientos literarios.
En algún momento llegamos a Gabriel García Márquez y a lo que por acá se dio en llamar el “realismo mágico”. Cambiamos algunas ideas sobre eso hasta que Lagerkrantz me dice, no sin una sonrisa:
– A mi me parece que todo eso del realismo mágico y su importancia está un poco exagerado. No es para tanto. Creo que hay una gran operación de prensa alrededor de eso. Pero, bueno, son opiniones.
Quedé un tanto estupefacto, pero consideré que no era momento, ni había muchas razones, para ponerme a discutir eso con quien era, más o menos, el mandarín cultural de la Suecia socialdemócrata.
Nos despedimos muy cordialmente. Lagerkrantz era un hombre elegante, sencillo y atento. Establecía de inmediato una gran cercanía y confianza, es decir no ponía distancia de ningún tipo con su interlocutor. Por otra parte, pese a su origen social, Lagerkrantz se opuso a la guerra de Vietnam y apoyó abiertamente al Vietcong. Consideraba que la visión occidental sobre la política internacional sufría de "la dominación occidental sobre las noticias".
Unas semanas después recibí otra llamada de Lagerkrantz. Me contó que había hablado con su agente literario y que, hasta ese momento, no había interés en publicar su obra en español. Me agradeció el contacto y la charla y nunca más supe de él.
Busco en internet y no encuentro que su biografía de August Strindberg haya sido publicada en España.
Olof Lagerkrantz falleció en 2002, a los 91 años de edad.
Su hijo David Lagerkrantz es también un estimado escritor y ha sido quien terminó de escribir la saga de Millenium que comenzara el escritor Stieg Larsson, quien falleciera antes de conocer el éxito mundial de su obra.
26 de enero de 2025.
No hay comentarios:
Publicar un comentario