Entro a mi casa después de una noche maravillosa. Y por varios motivos.
Fui con Guadalupe al estreno de la despedida de las tablas porteñas de Héctor Alterio, en el Teatro Astros. El viejo teatro de revistas de Héctor Ricardo García ha sido convertido, por obra de Andrea Stivel, en una magnífica sala con una notable oferta teatral -ahí mismo pude presencia Inferno, la magnífica obra de Rafael Spregelburd-.
En el foyer me encontré con Víctor Laplace, a quien no veía hacía ya largo tiempo. Nos estrechamos en un emocionado abrazo. Mi recuerdo sobre nuestras experiencias juveniles en el lejano Tandil de la década del '60 lo habían conmovido.
Entramos en la sala que lentamente se iba llenando de invitados, periodistas, fotógrafos y un público de mediana edad que venía a rendirle su homenaje y agradecimiento a ese porteño gigantesco que es, por siempre, el flaco Héctor Alterio.
Por fin se apagaron las luces. Un piano, dos sillones distanciados, cada uno con su atril era todo la escenografía. Entró a escena el pianista Juan Esteban Cuacci. Juan Esteban es hijo de otro grande del piano y del tango, Juan Carlos Cuacci y de Inés Rinaldi, la hermana de la gran Susana, a quien ha acompañado durante muchos años. Desgranó desde el piano una selección de tangos clásicos para dar lugar a la entrada del homenajeado.
Un anciano erguido y elegante entra en el escenario y la sala estalla en un aplauso cerrado y largo. Héctor Alterio no oculta sus gloriosos 93 años. Los luce con prestancia, con garbo, con una solvencia que solo más de sesenta años en las tablas pueden dar. Aplaude el actor a su público, le estrecha la mano al pianista, pide al público que se siente.
- Se me sientan, dice con su voz inconfundible, dándole a su pedido un tono imperativo y humorístico a la vez.
El público, el gigante de mil cabezas, obedece y el silencio se hace expectante.
Desde el piano se oyen las notas escritas por Acho Manzi de El Último Organito. Alterio se sienta en el sillón más cercano al piano y comienza a recitar los imborrables versos de Homero Manzi. Una fotografía en sepia de un paisaje levemente urbano que ya no existe se apodera de la imaginación y el ensueño de mil cerebros de hombres y mujeres que ven como
se mezclan luces de luna y almacén
en un suburbio mitológico que ya no existe más que en el imaginario porteño, en el adn cultural de los empedernidos habitantes de la poesía tanguera, nuestra platónica cédula de identidad.
En el piano suenan ahora unas notas que provocan lágrimas evocadoras. Y entonces, ese anciano que es como el obelisco, como la Plaza de Mayo, como el bandoneón de Troilo, dice, con su voz inconfundible y sin ningún dejo español:
Tu frente triste de pensar la vida
tiraba madrugadas por los ojos...
Y estaba el terraplén con todo el cielo,
la esquina del zanjón, la casa azul.
Cátulo despidiendo a Homero y Pichuco sosteniendo en el fuelle una nota que se niega a morir. Y nuevamente la geografía mítica, primal, de Buenos Aires y el barrio Sur se despliega ante nuestros ojos que tienden, lentamente a cubrirse de la confusa pátina de las lágrimas.
Héctor Alterio, el demiurgo, ya nos ha enredado definitivamente en su voz, en su evocación.
Se levanta el mago de su sillón y nos dice:
- Pero un día no pude volver.
Y se traslada lentamente hacia el otro sillón, más alejado.
Y ahora está en España y cuenta que decidió salir a los caminos, a los pueblos, a las aldeas de España a recitar, ni más ni menos que, a León Felipe, el maldito, el repudiado, el que encontró su lugar en el México de Cárdenas que había nacionalizado el petróleo.
Y comienza el mago a recitar los largos poemas, desgarradores y torvos, de León Felipe. Y, yo desde la platea, me siento aquel adolescente que leía fascinado los poemas de ese español que nunca llamó a Inglaterra de otro modo que “vieja raposa”. Y mientras Alterio lee como quien habla el poema “Qué Lástima”:
¡Qué lástima
que yo no pueda entonar con una voz engolada
esas brillantes romanzas
a las glorias de la patria!
¡Qué lástima
que yo no tenga una patria!
yo escucho dentro mío al castellano retobado que me dice, como a los 18 años:
Inglaterra,
eres la vieja raposa avarienta,
que tiene parada la historia de Occidente hace más de tres siglos,
y encadenado a Don Quijote.
Debo decir que a esta altura del maravilloso espectáculo que nos daba Alterio yo ya estaba llorando.
El mago se había hecho cargo de todos mis sentimientos y lo único que deseaba era que Guadalupe sintiese algo de lo que yo estaba sintiendo.
El epectáculo estaba por terminar. Alterio, entonces, intenta explicar con otro poeta porteño, en este caso una mujer, el porqué de este hechizo, de este estar volviendo siempre y acude a los versos de Eladia:
¡Me reconozco en la costumbre de volver!
A reencontrarme en mí, a valorar después,
las cosas que perdí... ¡La vida que se fue!
Y comienza su despedida que el público quiere hacer eterna. Y así, de pie, a sus 93 años, solo en el escenario el gigante comienza a recitar, de memoria, sin ayuda de ningún papel, el enorme poema de León Felipe, ese que comienza:
Por la manchega llanura
se vuelve a ver la figura
de Don Quijote pasar.
Y ahora ociosa y abollada va en el rucio la armadura,
y va ocioso el caballero, sin peto y sin espaldar,
va cargado de amargura,
que allá encontró sepultura
su amoroso batallar.
Y este porteño de ley, hijo de italianos, como Manzi, como Julián Centeya, como Juan Maglio (Paccio), como tantos miles que han hecho este país un orgullo, se despide. Quizás para siempre de las tablas. Quién sabe. La costumbre de volver es muy nuestra.
Y así salí, con el alma estremecida de una emoción como pocas veces he sentido.
Fui testigo con mi hija de una enorme despedida.
Buenos Aires, 8 de abril de 2023.
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