domingo, 3 de febrero de 2019

Jean Baptiste Boussinggault


 

En la oficialidad del ejército de Simón Bolívar había muchos europeos. Alemanes, ingleses, franceses, irlandeses, oficiales que habían luchado en las guerras napoleónicas y que habían trasladado su espada, su inquietud y su sed de aventuras a estas tierras convulsionadas y vírgenes en su mayor extensión. Entre esos hombres, que habían conocido todos los grandes campos de batalla europeos, desde Marengo hasta Waterloo, había un joven de apenas veinte años totalmente ajeno a la profesión de la guerra. Era un químico, especializado en minas, que Simón Bolívar había contratado para una explotación minera en Venezuela. La tentación de la inmensa América hispana fue una invitación a la aventura que los veinte años de Boussingault no pudieron rechazar. En sus andanzas de trabajo descubre, en Mérida, un nuevo mineral al que llama "gaylussita", en homenaje a su compatriota, el científico Gay Lussac, el de las leyes de los gases, que llevan su nombre. Por fin abandona su actividad específica y se une al ejército del Libertador y, junto con él, recorre todo el norte del continente suramericano. Ecuador, Perú, Bolivía, Venezuela, Nueva Granada o Colombia son los mundos que el francesito va descubriendo junto con los miles de hombre que conforman el ejército.
En esa situación de proximidad con los grandes jefes de la Independencia, Jean Baptiste es testigo de la más potente, excepcional y revoltosa historia de amor de todo el siglo XIX, los amores entre Simón Bolívar y Manuelita Saenz (quien quiera conocer más sobre esta historia le recomiendo este vídeo.)
Terminadas las guerras de la Independencia con la batalla de Ayacucho, el francesito vuelve a su tierra, se casa e inicia una carrera científica y profesional destacadísima tanto en la industria química como en la ciencia agrícola, actividad que lo tuvo casi como su fundador. De ideas republicanas moderadas llegó a ser diputado por el distrito de Alsacia, donde residía y tenía sus emprendimientos agrícolas. Fue miembro de la Academia de Ciencias de Suecia y en 1851 fue destituido de todos sus cargos e inhabilitado para todo desempeño público como consecuencia de sus opiniones políticas y de un brote reaccionario contra la ciencia y los científicos. Murió en 1887, a la entonces poco alcanzada edad de 86 años. Y con su muerte comienza la otra parte de la historia de Jean Baptiste Boussingault.
En 1887, en América nadie, pero absolutamente nadie recordaba que había existido una mujer llamada Manuela Sáenz. Después de la muerte del Libertador, la Libertadora -como se la conocía- desaparece de la historia. Es expulsada de Bogotá, recala en Quito, donde tampoco quieren saber nada con ella, y la muchacha nacida bajo la sombra del Chimborazo, y tan volcánica como él, se pierde en un puerto ballenero en el Perú, el puerto de Paica. Acompañada de Jonatás, la última de sus dos asistentes negras, que habían sido desde que todas eran niñas, sus esclavas, y que con Nathán habían hecho vibrar la fantasía y el deseo de quienes las vieron cabalgar vestidas de húsares por las calles de Quito, Manuela pasó sus últimos veinte años haciendo cigarros y vendiéndolos a los marinos balleneros que recalaban en la inhóspita y pobre Paica. Se sabe que tres hombres vinieron a visitarla a lo largo de esos años. el italiano José Garibaldi no quiso irse de América sin antes saludar a la Libertadora. Simón Rodríguez, el legendario Samuel Robinson, el maestro de Bolívar, el hombre que le hizo jurar en la Roma de los Césares que dedicaría su vida a la independencia de América, uno de los hombres más geniales que haya dado esta tierra, fue a verla sabiendo que se acercaba su propio fin y un capitán de un buque ballenero se enteró que en ese puerto dejado de la mano de Dios vivía la mujer que unas décadas atrás había sido la Libertadora del Libertador, la más poderosa del continente. El capitán era norteamericano, se llamaba Herman Melville y unos años después entregaría a la imprenta una novela llamada Moby Dick.
Pero nadie más recordaba que había habido una Manuelita Sáenz de trenzas untuosas, de suave bozo y mano firme.
Entre los papeles que dejó Boussingault había un diario de su estadía americana, un minuciosos reporte sobre sus actividades, sobre lo que veía y sobre los acontecimientos que estaba viviendo. Y en esos diarios estaba radiante como una mañana, contada con detalles exquisitos, con minuciosidad de científico, Manuelita Sáenz y su enloquecido amor por el caraqueño, sus peleas y sus reencuentros, tan tórridas y pasionales, las unas como los otros. Y estaban contados los bailes procaces y descarados de Jonatás y Nathán, su ambigua cercanía afectiva a Manuela, sus escándalos y los múltiples servicios políticos que les encomendaba Manuela.
Y esas viejas hojas manuscritos hicieron resucitar a Manuelita. Y nuevamente, como había ocurrido en Quito, en Lima, en 1825, el escándalo volvió a rodear a esta mujer, muerta hacía ya más de cincuenta años. La aparición en francés de los diarios de Boussingault pusieron una nueva luz, realista, hecha de carne y tibias caricias brindadas en una hamaca a la luz de la luna de Ecuador. El biógrafo oficial de Bolívar, Augusto Mijares, llegó a quemar, en 1949, una edición de 5.000 ejemplares del diario del francés, que se publicó en castellano, en Venezuela, en el afán de defender la idea angelical del héroe.
Hasta que el ecuatoriano Alfonso Rumazo González publicó a fines de los cuarenta del siglo pasado su libro definitivo: La Libertadora del Libertador, basado en los recuerdos del doctor Jean Baptiste Boussingault, cuya tumba en el Père Lachaise tuvo el gusto de encontrar por casualidad y sin proponérmelo. Aquí lo tienen. A él le debemos que Manuelita Sáenz siga entre nosotros como una especie de Evita del siglo XIX.
3 de febrero de 2019

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