Alrededor
del 1° de noviembre de 1982 viajé con Jorge Coscia a Jujuy, al
pequeño pueblito de Iturbe, a 3.300 metros de altura. Fue un viaje
fascinante. El objetivo era un documental sobre las celebraciones del
Día de los Muertos en la Puna de Atacama. Había luz eléctrica
desde las 7 u ocho de la tarde hasta las diez de la noche. Para
cargar las baterías de la cámara teníamos que caminar hasta el
almacén y despacho de bebidas del pueblito. Cruzábamos un espacio
de un kilómetro y medio, plano, casi sin vegetación, en un paisaje
lunar, por su desangelada soledad, su luz fría y la inconsistencia
del aire que respirábamos. Una noche que estábamos en el bar
cargando las pilas de la cámara y las nuestras, comenzó una
tormenta eléctrica descomunal. Los rayos caían enloquecidos y
bellos sobre ese descampado que tendríamos que cruzar para volver a
casa.
La
gente del lugar nos alertó. Esperen que pase, nos dijeron, esos
rayos matan gente. Y si llevan la cámara con las baterías quedarán
fulminados en un minuto.
Quedamos
aterrados. Nos contaron que era una de las causas de muerte más
común en la zona. Que con un pararrayos se ahorraría mucho dolor.
Recuerdo haber hecho un chiste: Benjamín Franklin no llegó aún a
la Puna. Y el arma de Zeus seguía segando vidas lejos del Olimpo.
Bueno,
en la Reina del Plata, en la ciudad capital de la Argentina, en el
distrito más rico del país, donde su intendente se gasta 8.500
millones de pesos para reparar veredas que reparó hace unos meses,
una mujer murió por un rayo.
No
estaba en la Puna de Atacama, a 3.000 metros de altura, en una
pequeña localidad olvidada de la mano de Dios.
No.
Estaba a cinco
kilómetros de la Casa Rosada, a doscientos metros de una avenida con
semáforos, por la que transitaban miles de autos computarizados,
rodeado de viviendas con televisores led y computadoras con wifi.
La
mujer había cometido un error, un solo error. Vivía junto con su
compañero, que también fue alcanzado por la ira de Zeus, bajo un
árbol, en un parque. Estaban, como se dice no sin cierta hipocresía,
en situación de calle o de plaza, para ser precisos. Era una persona
joven, descartada, superflua, que se abrazaba seguramente con miedo a
su compañero, también un descartado, un superavitario, un
invisible, que ni siquiera tuvieron un zaguán, una marquesina, un
miserable lugar donde resguardarse de esa maldición que en 1749,
hace 269 años, ya había sido conjurada.
En
la vana y presumida Buenos Aires, en la miserable Ciudad Autónoma,
alcaldía con pretensiones que vota mayoritariamente a una obesa
psicópata, una mujer joven, pobre como una araña, sin otra
propiedad que su humilde vestido, murió por un rayo.
Para
los descartados cualquier lugar es ese descampado de Iturbe donde
rayos caprichosos siegan la vida de los invisibles.
Buenos Aires, 13 de diciembre de 2018
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