El
día que Esteban Olofsson comenzó a trabajar en la redacción nadie
reparó mucho en él. Alguno pensó o quizás llegó a comentar en
voz alta y para sí mismo: “Medio raro el pibe nuevo, ¿no?” Pero
no pasó de eso.
Esteban
había venido a reemplazar al ayudante de archivo, un venerable
anciano coleccionista de mariposas que había fallecido con la
dignidad de un cardenal: en un hotel alojamiento, a caballo de una
joven barragana, una correntina de piel suave y mano maestra. La poca
atención que su llegada despertó estaba posiblemente causada por la
extendida creencia en la moderada excentricidad de todos y cada uno
de los miembros del meticuloso y paciente gremio de los archiveros.
Su aspecto exterior tampoco era motivo de curiosidad, a excepción
del hecho de que sus ojos celestes aguados no hacían juego con el
negro reluciente de su cabello ondeado y de su hirsuta y tupida
barba. Su ropa era humilde, pero de atildada prolijidad. No tenía,
claro, la elegancia exhibicionista y afectada del jefe de redacción,
ni el abandono estudiadamente bohemio y violento del jefe de cultura,
pero en descargo de Esteban puede decirse que tampoco tenía la
responsabilidad diaria de comer con directores de Relaciones Públicas
del primero, ni la obligación nocturna de acostarse con pintoras
objetivistas y poetas epilépticos del segundo. Pantalones de franela
gris, un poco cortos y demasiado angostos en la bocamanga y un saco
de paño verde claro, con solapas finitas y que seguramente venía
usando desde hace unos ocho años a esta parte, constituían, junto
con una antigua corbata bastante gastada a la altura del nudo, su
indumentaria cotidiana. Su tan poco criollo apellido lo había
heredado, al igual que los ojos aguachentos, de su padre, un sueco
ingeniero y dipsómano, que había llegado al país durante la década
del treinta. El cabello negro le venía a Esteban de una maestra
jujeña, que alguna vez se había enamorado del castellano ingenuo y
champurreado y del título de ingeniero del sueco y que, así, había
llegado a ser su madre. Años después de su nacimiento, el
ingeniero, obligado a elegir entre la fidelidad a Lucas Bols y a
Luisa Cabrera, prefirió los placeres del holandés a los cuidados de
su desilusionada esposa. De esa separación, Esteban sólo recordaba
las mudanzas frecuentes de su madre y las esporádicas visitas de su
lacónico padre.
La
primera manifestación de Esteban lofsson que causó cierta impresión
fue cuando le explicó a uno de los cadetes que vivía en un cine.
Contó que alquilaba una piecita en la parte de atrás de una sala de
barrio en Pompeya y que la entrada obligatoria era por la platea.
Había que cruar el oscuro galpón y entrar por una puerta al costado
del escenario -recuerdo de cuando el local recibía las visitas de
las compañías radiales con obras tales como “Cantando amores y
penas, ahí va el Tape Lucena” o “Historia de meta y ponga en una
pensión mistonga”- y que hoy estaba ocupado por un telón y varias
hileras de butacas rotas y en desuso. Confío también que el único
problema era el hecho de la ducha, un calefón a alcohol, estaba en
la parte de adelante, en el foyer, por así decir, y que a veces
resultaba molesto interrumpir a los escasos y somnolientos
espectadores para darse un merecido remojón.
Poco
tiempo después comenzó a circular el rumor acerca de la memoria
prodigiosa de Olofsson. Se comentaba que era capaz de tener
archivados en su cabeza los datos más inverosímiles. No faltaron,
por supuesto, las comparaciones con el memorioso Funes. Alguien
sostuvo que Olofsson le había dicho sin equivocarse la producción
anual de tractores en la Unión Soviética entre los años 1930 y
1956. Otro aseguró que el nuevo archivista era capaz de recitar sin
el mínimo margen de error la exportación argentina anual de
centeno, trigo y maíz y la cantidad de toneladas que cada país
cliente había comprado a lo largo de las décadas del 40, del 50 y
del 60.
A
partir de ese momento comenzaron a hacerse apuestas sobre preguntas
imposibles de contestar e, invariablemente, Olofsson evacuaba sin
hesitar los interrogantes absurdos e inútiles de los apostadores.
-¿Cuántas
toneladas de carne para el consumo entraron en la Capital Federal en
1974?
-
302.182.3 toneladas, distribuidas de la siguiente manera: 204.728,4
toneladas de carne vacuna; 3.781,4 toneladas de ovina y 92.672,5
toneladas de porcina, respondía Olofsson impertérrito. Las
estadísticas eran su pasión y a ellas, o mejor dicho a su lectura,
dedicaba su tiempo libre.
A
raíz de esta faceta de su personalidad sus compañeros comenzaron a
interesarse en él y, poco a poco, fueron descubriendo nuevos aspetos
que Esteban confiaba con naturalidad. Desde hacía diez años estaba
suscripto al Boletín Estadístico Trimestral, que leía con
fruición, alegrándose con los aumentos periódicos en la producción
de nuevos en la provincia de Entre Ríos y desconsolándose con la
caída del tung en Misiones. Las inundaciones y las heladas tardías
sumían su espíritu en una honda congoja, solidario con la
perspectiva de una disminución en la existencia de vacunos en el
partido de Las Flores o en la próxima cosecha papera en la zona de
Balcarce. Durante el curso de estas conversaciones fue revelando
también su desprecio profundo por el género novelístico y, en
general, por cualquier tipo de literatura o, más aún, de expresión
artística que no se limitase a la mera y concreta comunicación de
datos. Según su propia confesión, el estilo que más le interesaba
era el de las tablas ordenadas en rubros y años, seguido por el más
pictórico de los diagramas y las curvas y, por último, lo que el
mismo llamaba la prosa, o sea la enunciación de corrido de cifras,
años, cantidades y porcentajes, sin orden ni tabulación.
Al
cine, como espectador, había ido una sola vez en su vida, cuando
tenía diecisiete o dieciocho años y, desde entonces, había
prescindido sin ningún esfuerzo de invertir el costo de la entrada
en un pasatiempo que, según sus propias palabras, “no le reportaba
ningún conocimiento ansótico”.
Esta
afirmación produjo, como era de esperar, una nueva sorpresa entre
los compañeros de Esteban. Y dio lugar al descubrimiento de otra de
sus características personales. Esteban Olofsson inventaba palabras,
mejor dicho, adjetivos. Pero lo hacía sin caer en cuenta que estaba
utilizando vocablos cuyo significado era absolutamente desconocido
para el resto de la gente. Y cada vez que alguien le pedía una
definición un poco más precisa de lo que realmente quería decir,
miraba al confundido interlocutor con un disgustado reproche por la
exigüidad de su vocabulario. Así una foto de un general requerida
por la página de política podía ser loligante, en cuyo caso debía
entenderse que el militar en cuestión había sido inmortalizado en
alguna posición o gesto ridículo, en tanto que una instantánea que
favorecía el mejor perfil del interesado se convertía, en la
adjetivación de Esteban, en un retrato yinsamo.
A
eta algura Olofsson se había convertido en tema permanente de
conversación para los, entre intrigados y sorprendido, chupatintas
del mensuario político y económico Analizado.
La
revista atravesaba, entonces, uno de los peores momentos en su
accidentada y penosa economía, lo que había tenido como
consecuencia una pronunciada disminución en la ya escasa voluntad de
trabajo del levemente supernumerario staff. Ello hacía que los ratos
de ocio ajedrecístico y de conversación creativa hubieran aumentado
sensiblemente. Durante esas interminables pausas las manías de
Esteban acicateaban la curiosidad y la vena mordaz de los otros
miembros de la redacción.
Fue
en esa época que un nueva telefonista se integró a las filas de la
revista, donde el número de hombres era inmensamente superior. En
realidad, sólo tres chicas integraban el equipo permanente: la
cajera, la cronista de modas y la nueva.
Esteban
estaba sentado en la pequeña pieza donde funcionaba el bastante
extenso archivo fotográfico, ordenando el fichero, como todas las
mañanas, cuando la joven entró para saludar y presentarse:
-
Hola. Me llamo Marta Gutiérrez y parece que vamos a ser compañeros,
dijo con tono simpático y cálido.
Marta
tendría alrededor de 25 años, de cabellos castaños y ojos de un
marrón ámbar. Vestía como la mayoría de las oficinistas porteñas,
con una mezcla de audacia y pudor, y su silueta, si bien agradable,
no hubiera desencadenado las miradas turbias de deseo se encendían
cuando alguna modelo de moda, tapa de Gente y comensal en los
almuerzos de Mirtha, venía a conversar con el jefe de cultura, una
vida dedicada a imitar a Norman Mailer.
Cuando
la joven siguió su recorrida de presentación, Esteban salió de su
jaula de vidrio y, dirigiéndose al escritorio más cercano, exclamó,
con los ojos más fluviales que nunca:
-
¡Es impepinable!
Y
volvió a sus fotos y fichas.
A
partir de esas palabras misteriosas, comenzó a expresarse otro de
los extraños rasgos de la personalidad de Esteban Olofsson.
Como
en todas las redacciones del mundo o como en todos los lugares de
trabajo del mundo, los periodistas de Analizado habían llenado las
paredes de la oficina con recortes, títulos, fotos, afiches y
ocurrencias del más variado tipo y gusto. Y como en todas partes
donde el personal es predominantemente masculino había una gran
profusión de fotos de mujeres bellas, vestidas y semivestidas, pero
aún las más audaces hubieran pasado holgadamente los estrechos
marcos de la censura criolla. Desde una perspectiva también varonil,
podía decirse que eran elegantes y de buen gusto, aún cuando solían
provocar un ácido comentario, en todo irónico, de la cajera, una
estudiante de Ciencias Económicas, recientemente iluminada por la
onda del feminismo.
De
acuerdo a sus gustos, Esteban hasta ese momento había pegado algunos
recortes de La Razón que daban cuenta de algunas cosechas récord de
manzanas en Río Negro, de la zafra tucumana y de transistores en
Japón. Pero a partir de la llegada de Marta Gutiérrez, el decorado
de su oficina comenzó a sufrir transformaciones importantes. Primero
pegó unas cinco o seis fotos de muchachas en traje de baño tomadas
de viejos almanaques de la década del cuarenta. Los colores
estridentes de las ilustraciones ponían algo de alegría a la gris
atmósfera del archivo. Pero esta novedad pasó casi desapercibida
para el resto del personal.
Después agregó a la decoración otra serie de mujeres, también de la misma
época, a juzgar por los peinados. Pero estas ya estaban
completamente desnudas, aunque en posiciones reposadas y discretas.
El cambio fue observado ya por alguno de los redactores quien, con un
chiste, comentó el hecho con el propio Esteban.
A
los pocos días ya nadie pudo evitar la sorpresa, pues al entrar al
cubículo de Oloffson, cada periodista era asaltado por un abigarrado
mosaico de pechos, piernas, caderas, brazos y provocativas sonrisas
femeninas, que, desde las dos paredes sin estantería, se abalanzaba
sobre el visitante. No había un milímetro de revoque que no
estuviera cubierto por una turgencia impresa en papel ilustración.
Incluso el techo era una especie de Juicio Final de nalgas, muslos,
cinturas y pubis de mujer en las más distintas posiciones, de pie,
acostadas, sentadas, de frente, de costado, de atrás, haciendo
gimnasia, bañándose, desayunando, en posturas yogas, rezando,
sentadas en el inodoro, depilándose las axilas, andando a caballo y
hasta confesándose en una iglesia.
También
la conducta de Esteban Olofsson había cambiado. Más silencios y
concentrado que habitualmente, se pasaba horas sentado junto al
conmutador donde Marta Gutiérrez trabajaba,mientras rebuscaba
eternamente en uno de los cajones con fotos y recortes.
Todos
comprendieron que Olofsson estaba enamorado de la simpática, aunque
seria, telefonista Marta Gutiérrez.
Poco
a poco, el archivista no se limitó al reducido espacio de su
oficina. Comenzó a pegar fotos sacadas de revistas francesas y
alemanas en todas las paredes de la redacción. Y cada vez sus temas
eran más audaces. Y la actitud de sus mujeres más desvergonzadas.
A los quince días de haber comenzado con esta insólita declaración de
sentimientos, apareció na pequeña foto pegada al lado del
conmutador. Representaba a un niño de unos seis o siete años y
estaba tomada en algún lugar de veraneo de las sierras de Córdoba.
Era un chiquito de pelo renegrido que miraba tímidamente a la cámara
y no sabía que hacer con las manos. Al día siguiente apareció otra
foto debajo de la primera. Ahora era un joven de unos dieciocho años,
que tenía la misma mirada incolora de Esteban y a su lado una
adolescente con el uniforme de una escuela de monjas. Ninguno de los
dos sonreía. No tardó en aparecer una tercera fotografía, esta vez
de un conscripto en una plaza, serio también y con los mismos ojos
blancos de las estatuas.
Sin
que nadie lo pudiera evitar la oficina central de la redacción se
convirtió en el curso de unos pocos días en una galería
pornográfica, donde no se podía reposar la vista sin que el
distraído periodista se convirtiera en testigo de un coito anal, una
escena de bestialismo o, simplemente, una masturbación femenina.
Mientras tanto, Esteban se había vuelto tan callado e inaccesible
que ninguno de sus compañeros se animaba a interrumpir su afiebrado
romance.
Un
día, durante el curso de este empapelamiento desenfrenado,
Marta Gutiérrez, que hasta entonces era
perfectamente ignorante las pretensiones románticas de Esteban y
simulaba ignorar lo que las paredes gritaban,entregó a todo el
personal de la redacción un sobre blanco dentro del cual una tarjeta
de cartulina expresaba con delicada letra inglesa:
María
Gutiérrez
Participa
a Ud. de su matrimonio
con
el contador público nacional
Norberto
Rasso. La ceremonia religiosa
tendrá
lugar el de agosto de 197 ,
en
la iglesia de San Pedro Armengol,
Gerli,
Lanús.
Los
novios saludarán en el atrio.
Todos
miraron hacia la oficina del archivo. Esteban Olofsson, con los ojos
más inexpresivos que nunca, miraba hacia un horizonte inexistente,
con la tarjeta entre las manos. Nadie se animó a conversar con él
sobre el anuncia y él se mantuvo silencioso durante el resto de la
tarde.
A
la mañana siguiente, cuando uno de los cadetes llegó a la redacción
encontró que las paredes estaban ennegrecidas y que un picante olor
a papel y tinta quemados hacía el lugar virtualmente irrespirable.
Alguien, durante la noche había prendido fuego a todas las fotos que
ilustraban las paredes de la oficina central y del archivo. Nada de
la revista se había estropeado, al margen del feo color que
mostraban las paredes. Lo que hasta el día anterior había sido una
bacanal gráfica se había convertido en un grueso hollín que se
disolvía al más leve roce.
Esteban
Olofsson nunca más volvió a la redacción. Y nadie se preocupó
demasiado en denunciar lo ocurrido. Sobre el tablero del conmutador
había dejado una foto 4x4 de él mismo. Una leve sonrisa se le
entreveía debajo de la áspera barba.
Jakobsberg,
1980.
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