lunes, 26 de diciembre de 2011

Rafael Barrett, un dandy conquistado por la selva paraguaya

Rafael Barrett, un dandy conquistado por la selva paraguaya

Rafael Barret fue un hombre que tuvo una vida corta y fugaz: vivió 34 años. Fue el hijo de un extraño connubio entre una aristócrata española, María del Carmen Álvarez de Toledo, y un inglés de Coventry, un tal George Barrett Clark. Nace Rafael en la provincia de Cantabria, en el norte de España. Parece que realizó sus primeros estudios en Inglaterra y luego volvió a Madrid, para estudiar ingeniería. Muy pronto entró en contacto con los grupos literarios madrileños de los que formaban parte, entre otros, Ramiro de Maeztu, Angel Ganivet y don Ramón del Valle Inclán, todos integrantes de lo que luego sería conocida como la “Generación del 98”. Su vida en Madrid fue bohemia y tumultuosa al estilo de la juventud dorada de la época. Amores clandestinos, duelos, borracheras, casinos y pendencias caracterizaron este período de su vida, que terminó en un hecho, entre dramático y cómico, que cambió su vida.

En 1902, a los 25 años, Rafael Barrett la emprende literalmente a las trompadas, en la vía pública, en el centro de Madrid y a la vista de todo el mundo, con el Duque de Arión, lo que provocó un gran impacto social, a punto que Ramiro de Maeztu, uno de los mejores periodistas del momento, comentó el hecho en una de sus columnas.

¿Cuál había sido la razón de este ataque? El motivo fue que Barret había retado a duelo al abogado José María Azopardo, por un cierto asunto. Un tribunal de honor presidido por el Duque de Arión –y a pedido del abogado, a quien le daba miedo batirse a duelo- declaró que Barret era un notorio homosexual y que, por lo tanto, no estaba en condiciones, por esta indignidad, de defender su honor. La decisión de este tribunal salvó abogado de una muerte segura, pero provoca en Barret tal indignación que –tal como se acostumbraba a hacer en aquélla época, por ridículo que hoy suene- concurrió a un médico para hacerse los análisis necesarios para que quede asentado en escritura pública su “no pederastia”. Después de ello, trompeó, como hemos dicho, al Duque de Arión, por haber sido el presidente del tribunal de honor que había decretado su homosexualidad. El incidente provocó su aislamiento social que recién terminó con la aparición de un artículo en la prensa madrileña –en uno de los diarios de mayor circulación de la época- que afirmaba “ayer falleció el señor Rafael Barret”. Fue declarado muerto.

Barrett llegó a la conclusión de que su vida en España está cerrada y viajó a Buenos Aires. En ese momento era un joven de veinticinco o veintiséis años, solo, que hasta ese momento había escrito sobre matemáticas, ya que era un destacado especialista en esa ciencia. A poco de llegar y junto al argentino Julio Rey Pastor, Rafael Barrett fundó la Sociedad Matemática Argentina y comenzó a escribir diarios y revistas españolas e, incluso, en Caras y Caretas.

A los pocos meses de estar en Buenos Aires decidió viajar como corresponsal a cubrir una revolución liberal que se había lanzado en el Paraguay y, al llegar, decidió afincarse en ese país. Quedó atrapado por el Paraguay. Se unió a estos revolucionarios liberales y comenzó así su evolución hacia el anarquismo militante. Curiosamente, no lo hizo a partir del sacrificio de los mártires de Chicago o del crimen de Sacco y Vanzetti, por parte de la plutocracia yanqui, sino a partir de la situación de los trabajadores yerbateros, de la miseria en que se encontraban los indígenas en el Paraguay.

Rafael Barret era, hasta entonces, un hombre de una formación nieztcheana -muy de moda en ésa época- y el contacto con la tierra paraguaya lo hizo transformarse en un anarquista libertario, en un militante ácrata. Fundó un diario, el “Germinal”, donde comenzó a escribir con una prosa de enorme ironía y sarcasmo. Sus artículos provocaron una persecución política que lo obligó a entrar y salir del Paraguay en repetidas oportunidades. Por último se instaló en Montevideo, donde influyó notoriamente en José Rodó, en Carlos Vaz Ferreira, en Alberto Zum Felde, en los intelectuales más destacados de la ciudad del 1900. Su presencia fue una especie de fermento con la que creció la renovación ideológica, intelectual y literaria que, en aquel momento, se produjo en ambas márgenes del Río de la Plata. Enfermó muy gravemente de tuberculosis y viajó a Francia tratando de encontrar una cura para su mal, pero murió a los 34 años de edad, en Arcachon, en la Gironda francesa.

Su obra literaria volcada en cientos de artículos periodísticos tiene su mejor expresión en la serie “Lo que son los yerbales paraguayos”, donde denuncia la terrible explotación a la que son sometidos los trabajadores guaraníes. “El Dolor Paraguayo”, otra recopilación de sus artículos logró exponer ante las nuevas generaciones las trágicas consecuencias de la inicua Guerra de la Triple Alianza.

Su influencia en la cultura suramericana fue inmensa. El uruguayo José Enrique Rodó, el paraguayo Augusto Roa Bastos, el argentino Jorge Abelardo Ramos y hasta el joven Jorge Luis Borges, han reconocido la huella dejada en ellos por su potente pluma.

El dandy libertino de los salones madrileños se convirtió en la selva paraguaya, en tribuno del dolor de su pueblo y en profeta de su redención histórica.

sábado, 24 de diciembre de 2011

Esta noche tenía

el corazón destrozado.

Un amor matutino,

en una tarde de sol,

llenó de cielo mi noche

y, como siempre, la noche

se convirtió en amargura

de escarcha y madrugada.


Buenos Aires, 23 de diciembre de 2011

domingo, 18 de diciembre de 2011

El destino que carga con la Victoria o Moira y Berenice

El destino que carga con la Victoria

o Moira y Berenice

Silvia tenía, entonces, veintitrés años. Además Silvia era hermosa. De pelo color caoba, delgada, de ojos juguetones y brillantes, Silvia era coqueta, seductora y, como había nacido en Buenos Aires, un poquito histérica.

En esa epoca Silvia estudiaba Derecho en la Universidad Católica Argentina. De clase media y de padre profesional, la alegre Silvia estaba comprometida en casamiento con un muchacho compañero de estudios, católico, conservador y, posiblemente, aburrido.

De no haber pasado nada de lo que pasó, Silvia y su futuro abogado se hubieran casado. Es más, ya tenían fecha de matrimonio: un día del mes de junio de 1970.

Pero aquellas eran épocas en que nadie podía estar seguro de que su novia llegaría en fecha y hora al pie del altar. Eran épocas en que las chicas rubias y bellas, de clase media y de padres profesionales, incluso las que estudiaban Derecho en la Universidad Católica, se habían alborotado.

El Cordobazo había conmovido la paz impuesta por un bigotudo y obtuso general de labio leporino, el autoproclamado jefe de la Revolución Argentina, Juan Carlos Onganía. Había venido para quedarse veinte años, tenía las urnas bien guardadas y gustaba de entrar airoso a la inauguración de la Sociedad Rural en una carroza tirada por caballos. Había sido jefe de Remonta en Tandil y tenía con los nobles equinos muchas cosas en común. Pero de pronto el país había comenzado a sacudirse y en ese 29 de mayo de 1969, una airada multitud de estudiantes, obreros industriales y vecinos, en Córdoba, hartos de la autocracia militar, se habían alzado con una energía desconocida.

Y el impulso se había extendido por todo el país. Hasta los recoletos claustros católicos había llegado el alzamiento. Chicos y chicas de buen pasar habían comenzado a discutir airadamente sobre cuestiones que, hasta ese momento, sólo eran motivo de beata caridad, de santurrona compasión. Los pobres, los trabajadores, la doctrina social se mezclaban con el Concilio Vaticano II, la libertad religiosa, el evolucionismo de Teilhard de Chardin, El “Pensamiento de Carlos Marx”, del jesuita Yves Calvez y el sexo prematrimonial. Y en esa vorágine había entrado sin remedio la bella Silvia.

Llevada por estas nuevas preocupaciones Silvia entró en contacto con un pequeño grupo de estudiantes de distintos años de la carrera, apasionados por estas discusiones y muy enfrentados con otros pequeños grupos identificados con el nacionalismo católico o con la secta llamada Tradición, Familia y Propiedad. Mientras aquellos reivindicaban al obispo Podestá o al incipiente Movimiento de Sacerdotes del Tercer Mundo, estos esgrimían al sacerdote Julio Meinvielle, al talentoso Leonardo Castellani o al miserable Cosme Béccar Varela.

¿Quienes integraban este grupo? La mayoría de ellos vive aún -a Dios gracias, digamos- y son jueces, periodistas, funcionarios, abogadas, viudas, esposas de banqueros. Eran hijos e hijas de esa amplia, difusa y tan evidente franja social llamada clase media argentina, que habían estudiado en escuelas públicas o privadas, con esa intensidad y esmero con que se enseñaba en aquellos años. Tenían la vida por delante y nada les parecía más importante que esas discusiones interminables en las que se enfrascaban días y noches, esa preocupación permanente por los pobres, como ellos mismos decían, esa sensación de saber que ocurrirían grandes cosas y que ellos querían estar en lo que ocurriera. Todos ellos eran, aún, católicos practicantes, cosa que también iría cambiando con el paso de los meses.

Silvia se integró a este grupo y empezó a frecuentar sus reuniones. En el año 1970, un año después del Cordobazo, el grupo que se había puesto el nombre de Agrupación Estudiantil Nacional y Social, se presentó a elecciones en el centro de estudiantes donde la disputa electoral siempre, hasta ese momento, había sido amistosa y deportiva. La presentación generó un intenso debate, inusual en la vieja casa de la calle Juncal, cerca de la Cinco Esquinas. Aunque no ganó, le dio una impronta política a la disputa que atrajo la atención de las autoridades y les valió muchas veces el mote de infiltrados.

La muchacha tenía, como se ha dicho, fecha de casamiento, con todas las pompas y circunstancias del caso: vestido exclusivo, misa de esponsales, gran fiesta en el Plaza o en el Alvear, un largo viaje a Europa, lista de regalos en el Bazar Inglés. En las reuniones del grupo en cuestión, que también eran asados en Luján o almuerzos en un inolvidable restaurante de Belgrano, en Pampa y la vía, que ya no existe, Silvia conoció a Ricardo, un rosarino emparentado con la familia del diario La Capital, donde trabajaba como corresponsal, flaco, simpático, conversador y que manifestaba una creciente simpatía hacia el peronismo, por un lado, y las alternativas armadas por el otro.

Fue un flechazo. Silvia y Ricardo se enamoraron. Pero se enamoraron mal, mucho. Quien sabe si fue porque estaba por casarse, porque Ricardo parecía todo lo contrario de su convencional novio o por todo lo que la relación ofrecía de prohibido en aquellos días, pero el caso es que Silvia y Ricardo se convirtieron en protagonistas de una comedia de amor como Los Paraguas de Cherburgo, que nos conmovía por entonces. La cosa se fue haciendo insostenible con el pobre novio oficial que sentía que el pampero de la revolución le alejaba su rubia mujercita. Hasta que un día Silvia decidió fugarse de su casa y romper de esa manera con la ilusión casamentera. Todos los integrantes de aquel grupo participaron en la conspiración, la alojaron durante algunos días en sus casas u ocultaron sus pertenencias, mientras Silvia se encontraba furtivamente con Ricardo en departamentos prestados o en hoteles-alojamiento, como se los llamaba antes que la pudibundez municipal los bautizara albergues transitorios.

Hasta que un día, o una noche, o una siesta o un amanecer, Silvia quedó embarazada. Sus amores con Ricardo tuvieron un fruto, un hermoso fruto que nacería meses después y se llamó Moira, el nombre griego de las diosas que tejen el destino.

Silvia y Ricardo comenzaron a vivir juntos. Con su empleo y algunas otras colaboraciones Ricardo comenzó a mantener un hogar.

Pero, ya lo dijimos, los tiempos eran tormentosos. Los otros miembros del grupo también comenzaron a casarse y a definir, cada uno, el camino político que consideraban oportuno y eficaz.

Ricardo prosiguió el que había elegido durante ese vertiginoso año. Fue acercándose a Montoneros y a su aparato de prensa. Pocos años después sería el codirector de El Descamisado, el semanario de la organización armada.

En algún momento, el amor fue languideciendo entre Silvia y Ricardo, en situaciones de las que no tengo el menor conocimiento. Ricardo se fue alejando también de mi vida. Ya no lo veía sino esporádicamente y el ambiente político había comenzado a espesarse. Nada sé de lo que pasó en esos años con Moira, la hija de Ricardo y Silvia.

Aquellos años eran potentes no sólo para la política. El cine movilizaba también a jóvenes inquietos, innovadores, buscadores de caminos distintos en una Argentina que se resistía a lanzarse por rutas nuevas. Miguel era uno de esos jóvenes. Había filmado una película de largo nombre que muy pocos habían visto pero que se introducía lentamente en las conversaciones de aquellos días. Miguel había comenzado a convertirse en un director de culto.

Y en algún momento Miguel y Silvia se encontraron y se enamoraron. Yo alcancé a estar con ellos una noche de ese corto período que va de 1973 a 1976 y que en nuestra memoria se ha convertido en un larguísimo ciclo por la cantidad abrumadora de experiencias que nos traían cada una de las jornadas. Silvia seguía siendo hermosa, levemente snob, divertida y simpática. Vivían en un agradable departamento, lleno de objetos viejos y nuevos, libros y mantas sobre los sillones. Formaban una linda pareja y aún no tenían hijos.

En 1976, Silvia y Miguel tuvieron una hija a la que le pusieron el extraño nombre de Berenice. Ignoro si en homenaje a Edgar Allan Poe y su macabra historia o invocando la esperanzada etimología del nombre: “portadora de la victoria”. Pero le pusieron Berenice.

Y, como con tantas otras historias que comenzaron en aquella corta primavera, llegó el horrible invierno del golpe de estado -videlamartínezdehozmuerteydesasosiego- y dejamos de vernos.

En 1977 lo encontré a Ricardo. Había ido a buscar a mi hija a la escuela que está cerca de la Recoleta, cuando lo veo en la vereda de enfrente. Sinceramente, el corazón me dio un vuelco, como dice el lugar común, y miré alrededor antes de cruzar a saludarlo. Me contó pocas cosas, pero me dejaron con una sensación que aún hoy puedo reconstruir: Eramos algo como dos “dead man walking”. “Dos boletas caminado” se decía también, con el humor negro con que los humanos conjuramos el horror. Nos abrazamos. Habían pasado tan sólo unos años desde aquella elección en la Facultad de Derecho de la UCA. Éramos aún dos hombres jóvenes que no habían cumplido 30 años. El pasaba los días en la calle, en bares, caminando. Y a la noche dormía en diferentes lugares. Como yo, también iba a encontrarse con su hija, Moira. A los dos la muerte nos acechaba.

En algún momento de esos meses, Ricardo, Moira, Silvia, Miguel, mis hijas, mi mujer y yo nos fuimos a cualquier parte y seguimos en cualquier parte esa historia que comenzara en 1969.

Ricardo y Moira fueron a parar a Italia. Silvia, Miguel y Berenice recalaron en Paris, con una valija llena de negativos de las dos películas que Miguel había logrado hacer. Mi mujer, mis hijas y yo aterrizamos en Estocolmo, la ciudad donde se había muerto de frío Renato Descartes.

Y nunca más supimos de nuestras vidas.

Nunca más hasta hace unos días cuando escucho y veo por la televisión que hay un extraña película francesa que amenaza con llevarse muchos premios y hasta el de Mejor Película Extranjera en la competencia del Oscar. Una película en blanco y negro, muda, que cuenta una melancólica historia de un actor del cine mudo que no logra superar el umbral del cine sonoro. Y escucho que la protagonista es una actriz francesa, nacida en Argentina, de nombre Berenice Bejo. El corazón me vuelve a dar otro vuelco, pero esta vez de alegre sorpresa. Me meto en Internet, en la prodigiosa Biblioteca de Alejandría virtual, que casi como en el Aleph, nos permite ver todo desde todos los puntos posibles, y me encuentro que también Moira, en Italia, se convirtió en una actriz de la cual hablan los periódicos. Que ha filmado nada menos que con Liliana Cavani y que Moira y Berenice, además de medio hermanas, son grandes amigas.

Se me apareció el rostro juvenil de Silvia, su desparpajo, su maravilloso atolondramiento de veinte años. Se me aparecio Ricardo y el abrazo en la calle Ayacucho. Me cayó sobre los hombros el peso de que yo y mi generación teníamos detrás toda una historia.

Si Berenice gana el Oscar me encantaría brindar con ella, su hermana y todos sus padres en aquel viejo restaurante de Pampa y la vía, que ya no existe.

Buenos Aires, 18 de diciembre de 2011.

miércoles, 21 de septiembre de 2011

José Hernández, de soldado federal a poeta nacional

José Hernández, de soldado federal a poeta nacional
José Hernández, el autor del “Martín Fierro” nació en lo que entonces se conocía como las Chacras de Perdriel, en el actual partido de San Martín, en la provincia de Buenos Aires, el 10 de noviembre de 1834. Era hijo de una familia de vieja prosapia criolla, vinculada a las luchas políticas de la Independencia. Su madre, Isabel de Pueyrredón era prima hermana del Director Supremo Juan Martín de Pueyrredón.


Como tanto jóvenes de su época tuvo una formación autodidacta, en la que su abuela jugó un papel destacado. A los 19 años recibió su bautismo de fuego en la batalla de San Gregorio, donde actuó como soldado de las tropas porteñas, contra las federales comandadas por Hilario Lagos. El enfrentamiento fue una catástrofe para las fuerzas de Buenos Aires y el joven José Hernández fue tomado prisionero. Será su primera y única participación en el bando unitario, a la que seguramente se unió sin clara conciencia política.

Poco después abandonó Buenos Aires y pasó a militar en el gobierno federal de Paraná. Allí se casó con Carolina González del Solar, una joven entrerriana con quien tuvo siete hijos. Fue soldado de Urquiza en Cepeda y Pavón, contra las fuerzas porteñas de Mitre y destacado político de la Confederación Argentina, de la que se había secesionado la provincia de Buenos Aires. Formó parte de los hombres que jamás perdonaron a don Justo José de Urquiza la capitulación ante Bartolomé Mitre en Pavón. Acompañó a Ricardo López Jordán en su enfrentamiento con Don Justo y participó activamente en el levantamiento de 1870, contra el presidente Domingo Faustino Sarmiento. 

Con la derrota de las fuerzas jordanistas, Hernández acompañó a su jefe al destierro en Brasil. Regresó al país al año siguiente y continuó su lucha política y su prédica federal, ahora a través del periodismo. 

En 1863, ante el alevoso asesinato del General Angel Vicente Peñaloza, el Chacho, en la provincia de la Rioja, el soldado federal Hernández dio a conocer su libro “Vida del Chacho”. El libro es un ejemplo de periodismo militante y de investigación sobre la verdadera historia de ese respetado caudillo a quien los diarios porteños calificaban de “bandolero”. 

Su obra cumbre “El gaucho Martín Fierro” (1872) y su continuación “La vuelta de Martín Fierro” (1879) fueron, entonces, no sólo el resultado de su genio literario, su conocimiento de la vida rural de entonces y, sobre todo, su cercanía con el verdadero protagonista de las luchas civiles, el gaucho, sino también de sus convicciones federales, de su resistencia a entregar al país al capital extranjero y su denuncia al saqueo y desamparo en que caían las provincias históricas y su población criolla frente a la predación mitrista. 

Su última gran actuación política fue el memorable discurso con el que, en 1880, defendió la federalización de la ciudad y el puerto de Buenos Aires, en áspero debate con el dirigente de la Unión Cívica, Leandro N. Alem. Con la aparición del roquismo y la federalización del puerto de Buenos Aires, José Hernández se sumó al nuevo momento de pacificación que vivía el país y fue elegido, en 1879, diputado provincial en el Congreso de la provincia de Buenos Aires. En 1881 publicó su Instrucción del Estanciero, notable intento de introducir alguna forma de producción capitalista en la estancia argentina. En 1885, José Hernández fue elegido senador nacional. 

Murió al año siguiente, el 21 de octubre de 1886

21 de septiembre de 2011

domingo, 11 de septiembre de 2011

Juan y Eva, la fuerza irresistible del amor

Juan y Eva, la fuerza irresistible del amor

La historia de amor más trascendente de la historia argentina del siglo XX, el romance entre Juan Perón y Eva Duarte, ya tiene su película. Y esa película es maravillosa.

En efecto, “Juan y Eva” de Paula de Luque, estrenada el jueves 15 en Buenos Aires, es un filme singularmente bello, con actuaciones descollantes, con un encuadre y una fotografía que realza y pone dramatismo a la historia, con una notable reproducción de época y con un guión y una dirección que, en todo momento, evita el lugar común, el estereotipo o la “machietta”.

Paula de Luque, en su tercer largometraje, retoma, en cierto sentido, aquellas historias de mujeres en la historia que la actriz Eva Duarte interpretaba por Radio Belgrano y cuenta ese romance de un año y medio, enmarcado en dos acontecimientos de inmensa trascendencia: el terremoto de San Juan del 15 de enero de 1944 y el terremoto social del 17 de octubre de 1945.

La propuesta era sumamente riesgosa. La gran mayoría de los argentinos tenemos en nuestro cerebro una imagen de Perón y Evita. Para casi todos es muy difícil separar sus personas del proceso político que encarnaron, de las pasiones que movilizaron y de las transformaciones que su paso por el poder dejaron en la Argentina. El abismo de un panfleto altisonante, de un ejercicio de cine histórico especular al Billiken o de un melodrama edulcorado se abría a los pies de la realizadora. La posibilidad de hacer una película puramente partidaria que encendiese a propios y alejase a ajenos era otro de los peligros que encerraba el proyecto.

Paula de Luque ha logrado sortear esos escollos, esas acechanzas y ha dado al cine argentino la que posiblemente sea la mejor película con trasfondo histórico que se haya filmado jamás entre nosotros. Miradas que se cruzan, pequeños gestos de complicidad, espejos que muestran la imagen aún no visible, silencios y preguntas sin respuesta son los materiales con que construye el mundo de Juan y Eva.

Además de su inteligencia y exquisito gusto, de su sobriedad y buen criterio cinematográfico, de Luque contó con la ayuda de un elenco a la altura de su desafío. Julieta Díaz muestra su talento actoral y compone una Evita en la que cada gesto, cada mirada, cada silencio parece observado por el ojo de una cerradura imaginaria. Osmar Núñez, por su parte, ratifica el talento actoral que ha hecho conocer en el teatro, y ofrece un Juan Perón que no es una imitación de su voz o de sus gestos, tan conocidos por el público mayor de cincuenta años. El Perón de Núñez es -como lo fue el Julio César. el Napoleón o el Emiliano Zapata de Marlon Brando- una creación, una interpretación, el Perón pensado por de Luque y pasado por el tamiz creativo del actor. El resultado de ello son una Eva celosa y tenaz, enfurecida y dulce y un Juan luchador y sereno, paciente e irreductible, enamorados el uno del otro en un mundo que se derrumba y otro que, silenciosamente, se está construyendo.

Paula de Luque, afortunadamente, no intenta ninguna teoría. Sólo pretende hacer una película bella, emocionante y conmovedora. Y con ello consigue hacer una película deslumbrante.

¡Dónde la llevo, Eva?”, pregunta Juan, la noche en que se conocen. Eva no responde y la historia todavía no ha terminado de responder.

María Luisa Bemberg filmó “Miss Mary”, a mi gusto su mejor película. Las últimas escenas de su filme trascurren en la noche del 17 de octubre, mientras sus padres se casaban en el Santísimo Sacramento y la multitud se desperdigaba por las calles de Buenos Aires de vuelta a sus casas. “Juan y Eva” es como el contracampo de la película de la Bemberg. Paula de Luque ha iluminado con su talento, con su fina sensibilidad y su delicada inteligencia ese contracampo. Es una mirada femenina, que ve cosas que los hombres muchas veces soslayamos, que pone el acento en inflexiones que nos suelen pasar inadvertidas, que convierte un primer plano en un texto de mil posibles lecturas.

Paula de Luque se ha convertido con “Juan y Eva” en una realizadora insoslayable de nuestro cine.

Buenos Aires, 9 de septiembre de 2011

¿Qué será de Borinquen, mi Dios querido que será de mis hijos y de mi hogar?


-->













El 12 de octubre de 1891 nació, en Ponce, Puerto Rico, el gran patriota borincano y adalid de la lucha por la independencia nacional de su país en manos de los Estados Unidos, Pedro Albizu Campos.

Don Pedro Albizu Campos es el gran patriota portorriqueño, cuyo lento asesinato en las cárceles norteamericanas -donde fue contaminado con radiactividad- lo ha convertido en el gran mártir de los pueblos latinoamericanos para liberarse del yugo yanqui.
Fue hijo natural de Alejandro Albizu y de doña Juana Campos y su padre no lo reconoció hasta que el niño terminó su escuela secundaria. Becado por una logia masónica, que descubre su natural inteligencia, el joven va a estudiar ciencias a la Universidad de Vermont, si bien al poco tiempo se trasladó a Harvard donde se recibió en leyes con excelentes calificaciones. Fue en esta universidad donde tomó contacto con Subhas Chandra Bose, un dirigente del nacionalismo hindú que, posteriormente, acompañará a Mahatma Gandhi en la independencia de la India, y con el célebre Éamon de Valera, el primer presidente de la Irlanda libre del yugo inglés..
Al finalizar la Primera Guerra Mundial, donde participó como soldado del ejército norteamericano, Albizu Campos se muda a Puerto Rico y comienza la intransigente labor por la independencia borincana que lo ocuparía hasta su dolorosa muerte. Ingresó al Partido Nacionalista Portorriqueño, donde, al poco tiempo, fue reconocido como una de sus principales figuras. Después de una gira por otros países latinoamericanos, para extender la causa independentista, es elegido presidente del partido. Su dirección le imprimió una fuerte impronta revolucionaria, si bien alejado de las corrientes marxistas que venían de Moscú. Asume una posición de abstención frente a las amañadas elecciones coloniales y plantea el no acatamiento al servicio militar obligatorio, que, obviamente, era en las FF.AA. ocupantes. En 1936 recibe su primer arresto por una acusación de conspirar contra el gobierno yanqui de la isla y al año siguiente, después de la masacre de Ponce, cuando la policía dispara contra una manifestación de los nacionalistas, es trasladado a la cárcel de Atlanta, junto con los principales jefes del partido.
Recién es liberado en 1947 y vuelve a su isla -¿Dónde vas, Puerto Rico, tú de socio asociado en sociedad?, cantaba entonces el cubano Nicolás Guillén- para iniciar una lucha política armada contra la ocupación yanqui. El 30 de octubre de 1950 se produce el levantamiento conocido como Grito de Jayuya y se proclama la Segunda República de Puerto Rico. Por primera vez, bajo la tiranía norteamericana, flamea la bandera blanca y roja con su estrella en triángulo azul, creada en Nueva York, en el siglo XIX, por patriotas de Borinquen. Nuevamente “El Maestro”, como lo llamaban sus compatriotas, es puesto prisionero, junto a otros compañeros de lucha.
El gobernador del Estado Libre Asociado -como llama EE.UU. a la situación colonial del país- lo indulta, ante la enorme presión popular, pero en 1954 se revoca la medida. A partir de ese momento, “el Último Libertador de América”, como también se lo llamara, comienza su lento martirio. El régimen carcelario yanqui denuncia que sufre de locura y, posteriormente, sufre un derrame cerebral. Es trasladado a un hospital en San Juan de Puerto Rico , bajo una fuerte vigilancia. Los médicos que lo vieron, después de cinco días de no recibir atención, declararon que su cuerpo sufría de horribles quemaduras y otros síntomas de radiación. No obstante continúa en prisión hasta 1964. Sale en libertad -bajo las protestas del imperialismo norteamericano y sus secuaces locales- víctima de un doloroso cáncer y llagas en todo su cuerpo, como resultado de los experimentos radioactivos a los que fue sometido por sus carceleros.
Don Pedro Albizu Campos murió el 21 de abril de 1965. El pueblo portorriqueño lo acompañó masivamente a su tumba. Bajo la presidencia de Bill Clinton, el Departamento de Energía de los EE.UU. reconoció haber realizado, en los años '50 y '60, experimentos humanos con radiación, sin el conocimiento de los prisioneros. Una de sus víctimas fue el gran político, orador, poeta y patriota Pedro Albizu Campos. Puerto Rico continúa siendo una colonia yanqui. Latinoamérica tiene aún una deuda con el pueblo jibarita.

lunes, 5 de septiembre de 2011

Confieso que he estado en el Glaciar Perito Moreno

Confieso que he estado en el Glaciar Perito Moreno

Una amiga venezolana envió a una lista un hermoso pps con fotos del Glaciar Perito Moreno. Le respondí así:

Muchas gracias por estas maravillosas postales.

No sé si les conté, pero en el mes de junio, unos días antes de mi cumpleaños, viajé por cuestiones políticas a Río Gallegos, la capital de la provincia de Santa Cruz. Los amigos de allá nos habían preparado, a mí y a mi amigo Hugo Barcia, un viaje al Calafate para ver el Glaciar Perito Moreno. Fuimos en auto, en una ruta cubierta de hielo, pasamos por el Calafate -calafate es una riquísima baya de la región, agridulce y pequeña, de color rojo fuerte- y seguimos hasta el maravilloso glaciar.

He estado muchas veces en las Cataratas del Iguazú y cada vez que voy se apodera de mí una especie de congoja que me atenacea el estómago, ante la belleza, fuerza y magnificencia del espectáculo de la Garganta del Diablo. Pero el impacto de una visita personal no es muy distinta a la que produce una buena película o una gran fotografía de los saltos.

Con el glaciar pasa otra cosa.

Sólo el contacto personal, en vivo y en directo, como dice la vulgaridad televisiva, proporciona a nuestra pequeña humanidad la magnitud, la abrumadora magnitud de este milagro. El glaciar Perito Moreno es una especie de gigantesca, polifémica broma, un chiste de dimensiones ciclópeas que la naturaleza nos brinda tan solo para demostrarnos el tamaño de este señorío que, dispendiosamente, tenemos sobre sus dominios. Uno queda con la boca abierta. Recibe, al llegar a la hermosamente gélida pasarela que permite admirar el frente del glaciar, una trompada en el plexo solar y se le corta la respiración. No es posible, esto no es posible, es lo único a lo que atina a pensar el pobre hijo de Adán ante la capacidad creativa de los dioses, ante su rampante sentido del humor, ante el blanco virginal, el celeste de las alturas, el esmeralda de esos témpanos milenarios, el turquesa que surge de las grietas profundas como catedrales. Amigos, el espectáculo del glaciar no se puede ver en una fotografia. Hay que visitarlo y pasar el resto de la vida pensando cómo describir lo que han visto.

Les cuento que al volver, esa misma noche al Calafate nos enteramos que los vuelos a Buenos Aires estaban suspendidos sin fecha, a causa de las cenizas de un volcán en la frontera con Chile. De modo que tuvimos que quedarnos diez días en la pequeña villa.

También les cuento que pasé mi cumpleaños número 64 en ese lugar, comiendo un cordero patagónico y bebiendo un excelente malbec de la región con mi amigo entrañable Hugo Barcia.

No lo había contado hasta ahora y el envío de Legda, como las galletas Madeleine a Proust, desataron mi memoria.

viernes, 8 de julio de 2011

Cipayos, en ocho capítulos

Este es el primero


domingo, 27 de marzo de 2011

Cuando Palermo no era ni Hollywood ni Soho



-->

El Dragón del Sur
de Hugo Barcia
Editorial Ciccus

Días atrás presentamos en la Casa Nacional del Bicentenario esta novela del periodista y escritor Hugo Barcia, la primera publicada de una producción en prosa que tiene ya muchos años de actividad.
El Dragón del Sur es una novela que encierra muchas cosas, una dentro de la otra, como una caja china o una Mariushka. Con el recurso de reconstruir los sabores de la infancia -se le atribuye a Rainer Marie Rilke haber afirmado que “la infancia es la patria del hombre”-, Barcia se introduce en la experiencia de dos dolorosas derrotas: la del bando republicano en la Guerra Civil Española y la del bando nacional en la Argentina del '55 -es el efecto de Coriolis sobre las ideas políticas, que las hace cambiar de signo al atravesar los mares y el Ecuador-.
A Barcia, no sin razón, le interesa indagar en esas derrotas estrepitosas. La experiencia de las derrotas es el único material de donde se pueden extraer reflexiones que permitan futuros triunfos. También le permite adentrarse en otra experiencia límite en la vida de un pueblo: la de la nación dividida, la guerra civil, como tragedia central de la convivencia humana. La tragedia española de 1939 se le representa a Barcia, a través de sus personajes, como una prefiguración de esa otra tragedia que regará de sangre argentina la Plaza de Mayo en 1955, los bombardeos de la Marina de Guerra antiperonista sobre la población desarmada y pacífica. El fantasma de la guerra civil acecha a Manuel, un gallego dueño de esas viejas librerías de barrios con olor a lápices Faber y gomas de borrar Dos Banderas. Y el fantasma de la guerra civil vuelve a rondar premonitoriamente en los alrededores de Gascón y Gorriti, en el barrio de Palermo, en Buenos Aires a fines de la década del '40.
El barrio es, para Barcia, el microcosmos que evoca y sintetiza el macrocosmos, el mundo grande e inasible. Un poco a la manera como Leopoldo Marechal toma, en Adán Buenosayres, las calles cercanas al parque Centenario, alrededor de esa iglesia del Cristo de la Mano Rota, Hugo Barcia plantea en clave realista y, muchas veces, grotesca, la lucha de clases -convertida en una batalla campal de piedras y naranjas- entre una creída clase media del barrio y los oscuros y vivaces habitantes de los conventillos.
Esa clase media, hecha de médicos, escribanos, algún martillero público y unos recién llegados talleristas convertidos en repentinos industriales, junto, por supuesto, a sus indescriptibles señoras e hijas, es pintada por Barcia con ferocidad y con gracia. Reaparece en sus páginas un modo de hablar del Buenos Aires de aquellos años que se ha perdido. Una especie de neococoliche, pretencioso y vulgar, es la lengua que hablan algunos de sus inolvidables personajes, como la Beba, una tórrida muchacha que pugna entre el deseo que su cuerpo recién madurado provoca en ella misma y en terceros y el sueño del vestido blanco en el casamiento por iglesia.
La burguesía en ascenso, producto de las políticas derivadas de la Segunda Guerra Mundial, es retratada por Barcia en sus expresiones más plebeyas. Hijos de recientes inmigrantes italianos, un pequeño taller de diez operarios los convierte, en su fantasía, en compañeros de Henry Ford.
El padre Silva, de la Iglesia de Santa Lucía, es el sacerdote-guerrero del barrio. En el patio de su parroquia se reúnen los más humildes del barrio, desde allí sale una inefable comparsa de murgueros, carros y caballos hacia la Plaza de Mayo para rescatar a Perón una tarde soleada.
El gallego Manuel, su hermosa María y el padre Silva son, en la mirada del niño que cuenta esta historia, los Tres Mosqueteros de una pequeña epopeya, en un barrio que tenía mucho de pequeña aldea, antes de convertirse en Palermo Hollywood o Palermo Soho, como la tilinguería en uso lo ha bautizado.
No obstante los avatares de la historia argentina, una gran alegría recorre la novela. Contrariamente a esas sombrías películas de don Manuel Antín, ubicadas en los mismos años que la novela, aquí los protagonistas más plebeyos disfrutan de una inmensa alegría vital y sus rivales pitucos son pintados con un trazo misericordioso y cordial. Son, al fin y al cabo, pobres figuras de un drama que se juega muy por encima de sus cabezas.
La novela El Dragón del Sur es una hermosa pintura de aquellos años y de aquellos sueños. Está escrita con soltura y desparpajo. Barcia seguramente se divirtió al hacerlo y transmite ese sentimiento al lector. Cuando los argentinos hemos vuelto a vivir horas de justicia y de patria, una mirada evocativa sobre aquellos años, cuando empezó esta historia, merece una lectura que será, sin duda, placentera y enriquecedora.
Buenos Aires, 27 de marzo de 2011

sábado, 26 de marzo de 2011











Hay equipo y hay partido

La gente del Primer Festival de Cine Político (Rosana Salas, Osvaldo Cascella, Clara y Clelia Isasmendi), que se está realizando en Buenos Aires, me invitó gentilmente a ver la proyección de C'est parti (algo así como Hay partido). Lejos de referirse a algún enfrentamiento futbolístico, el documental dirigido por Camille de Casabianca (quien además es guionista y camarógrafa de la película) registra las reuniones, encuentros y congresos que dieron nacimiento al llamado Nuevo Partido Anticapitalista, en Francia, en 2009.

Para ubicar a los lectores de este lado del charco, el NPA fue un movimiento impulsado por la Liga Comunista Revolucionaria, un partido nacido al calor del mayo francés en 1968, uno de cuyos dirigentes ha sido Alain Krivine, quien aparece a menudo en el filme. La LCR fue un pequeño grupo de orientación trotskista hasta que en las elecciones presidenciales del 2002 obtuvo para su candidato Olivier Besancenot 1.200.000 votos que aumentan en el 2007 a 1.500.000 votos. El joven Besancenot es un típico producto de la clase media francesa. De padre profesor y madre psicólogo, Olivier estudió Historia en la Universidad de Paris X: Nanterre, enclave izquierdista desde los años '60. Carismático e inteligente, con la segura locuacidad de un bachiller francés, Besancenot logró superar las módicas cifras electorales de los partidos a la izquierda del PC francés. Esto llevó a la Liga a la propuesta de autodisolución en un partido más amplio, más democrático, más autogestionario. De ello da cuenta el documental.

Se inicia, con toda la simbología que ello tiene, con la limpieza general por refacciones de la sede de la LCR. Toneladas de papeles, folletos, apuntes, resoluciones e informes vuelan desde un cuarto piso hasta un container situado a la puerta del edificio. Todo el pasado del partido, cuarenta años de discusiones, propuestas, resoluciones, sanciones, expulsiones y tesis, van desapareciendo ante la necesidad de refaccionar el edificio.

Mientras tanto, los dirigentes jóvenes y los viejos sobrevivientes del '68 analizan y discuten la manera en que nacerá el nuevo partido. Las pretensiones iluministas del viejo socialismo resurgen en los discursos de cada una de las asambleas y reuniones, en un lenguaje que recuerda, para quien las haya conocido, las asambleas estudiantiles de Sociales o de Filosofía. Mucha democracia directa, mucha gestión comunal y descentralizada, muchos chicos y chicas bien alimentados y con la dentadura completa.

Hay, no obstante, en la película una muy simpática figura, la de Abdel, un evidente francés norafricano, un “cabecita negra”, irrespetuoso y zumbón, que juega como personaje alternativo al frío y despasionado discurso racionalista de los jóvenes y viejos políticos franceses. Olivier Besancenot, a su vez, con su medida oratoria, su frialdad intelectual y su prolijidad gestual, despierta el recuerdo de aquel político menemista, hoy alejado de las luces, que fue Gustavo Béliz, apodado, como se recuerda, “Zapatitos Blancos” por sus conmilitones de entonces, quienes despreciaban con ello, su supuesto intento de pasar inmaculado por un gobierno barroso como pocos.

Los espectadores que me acompañaban deben haberse sorprendido, como lo hice yo, al apreciar la pulcritud y el orden que reinaba en los locales donde se realizaban las reuniones. Ningún sitio se parecía a nuestros muchas veces vetustos y mugrosos locales políticos. Una escena llama la atención. Cuando han terminado de llenar el container con carpetas, ficheros y archivos, uno de los dirigentes se pone a barrer alrededor del mismo. “Hay vidrios y nos pueden hacer una multa” explica a la cámara el veterano revolucionario que desde hace más de cuarenta años viene intentado abolir el régimen capitalista en la patria de Napoléon.

Después de una divertida discusión en la playa entre tres panzones dirigentes, uno de ellos en zunga, sobre Trotsky, Mao, Stalin y Lenin; después de visitar el picnic anual de L'Humanité, con debates sobre la revolución y el reformismo; después de los trabajos en comisión para determinar el nombre del nuevo partido, la película termina con una agorera imagen. Una joven militante sella, uno a uno y rítmicamente, los carnets de afiliación al nuevo partido. El trac, trac del sello acompaña como una percusión los títulos finales de la película. Nuevamente la sombra ominosa de la burocracia amenaza a la flamante y libertaria organización recién nacida.

Vale la pena ver esta película. Además de sus bondades como documental -buen encuadre, una cámara que muchas veces parece invisible-, nos permite escudriñar como por el ojo de la cerradura el debate político del progresismo europeo. Sus problemas son distintos a los nuestros, sus sueños de una mejor patria para el hombre y la mujer, son muy similares.

Buenos Aires, 26 de marzo de 2011