lunes, 26 de diciembre de 2011

Rafael Barrett, un dandy conquistado por la selva paraguaya

Rafael Barrett, un dandy conquistado por la selva paraguaya

Rafael Barret fue un hombre que tuvo una vida corta y fugaz: vivió 34 años. Fue el hijo de un extraño connubio entre una aristócrata española, María del Carmen Álvarez de Toledo, y un inglés de Coventry, un tal George Barrett Clark. Nace Rafael en la provincia de Cantabria, en el norte de España. Parece que realizó sus primeros estudios en Inglaterra y luego volvió a Madrid, para estudiar ingeniería. Muy pronto entró en contacto con los grupos literarios madrileños de los que formaban parte, entre otros, Ramiro de Maeztu, Angel Ganivet y don Ramón del Valle Inclán, todos integrantes de lo que luego sería conocida como la “Generación del 98”. Su vida en Madrid fue bohemia y tumultuosa al estilo de la juventud dorada de la época. Amores clandestinos, duelos, borracheras, casinos y pendencias caracterizaron este período de su vida, que terminó en un hecho, entre dramático y cómico, que cambió su vida.

En 1902, a los 25 años, Rafael Barrett la emprende literalmente a las trompadas, en la vía pública, en el centro de Madrid y a la vista de todo el mundo, con el Duque de Arión, lo que provocó un gran impacto social, a punto que Ramiro de Maeztu, uno de los mejores periodistas del momento, comentó el hecho en una de sus columnas.

¿Cuál había sido la razón de este ataque? El motivo fue que Barret había retado a duelo al abogado José María Azopardo, por un cierto asunto. Un tribunal de honor presidido por el Duque de Arión –y a pedido del abogado, a quien le daba miedo batirse a duelo- declaró que Barret era un notorio homosexual y que, por lo tanto, no estaba en condiciones, por esta indignidad, de defender su honor. La decisión de este tribunal salvó abogado de una muerte segura, pero provoca en Barret tal indignación que –tal como se acostumbraba a hacer en aquélla época, por ridículo que hoy suene- concurrió a un médico para hacerse los análisis necesarios para que quede asentado en escritura pública su “no pederastia”. Después de ello, trompeó, como hemos dicho, al Duque de Arión, por haber sido el presidente del tribunal de honor que había decretado su homosexualidad. El incidente provocó su aislamiento social que recién terminó con la aparición de un artículo en la prensa madrileña –en uno de los diarios de mayor circulación de la época- que afirmaba “ayer falleció el señor Rafael Barret”. Fue declarado muerto.

Barrett llegó a la conclusión de que su vida en España está cerrada y viajó a Buenos Aires. En ese momento era un joven de veinticinco o veintiséis años, solo, que hasta ese momento había escrito sobre matemáticas, ya que era un destacado especialista en esa ciencia. A poco de llegar y junto al argentino Julio Rey Pastor, Rafael Barrett fundó la Sociedad Matemática Argentina y comenzó a escribir diarios y revistas españolas e, incluso, en Caras y Caretas.

A los pocos meses de estar en Buenos Aires decidió viajar como corresponsal a cubrir una revolución liberal que se había lanzado en el Paraguay y, al llegar, decidió afincarse en ese país. Quedó atrapado por el Paraguay. Se unió a estos revolucionarios liberales y comenzó así su evolución hacia el anarquismo militante. Curiosamente, no lo hizo a partir del sacrificio de los mártires de Chicago o del crimen de Sacco y Vanzetti, por parte de la plutocracia yanqui, sino a partir de la situación de los trabajadores yerbateros, de la miseria en que se encontraban los indígenas en el Paraguay.

Rafael Barret era, hasta entonces, un hombre de una formación nieztcheana -muy de moda en ésa época- y el contacto con la tierra paraguaya lo hizo transformarse en un anarquista libertario, en un militante ácrata. Fundó un diario, el “Germinal”, donde comenzó a escribir con una prosa de enorme ironía y sarcasmo. Sus artículos provocaron una persecución política que lo obligó a entrar y salir del Paraguay en repetidas oportunidades. Por último se instaló en Montevideo, donde influyó notoriamente en José Rodó, en Carlos Vaz Ferreira, en Alberto Zum Felde, en los intelectuales más destacados de la ciudad del 1900. Su presencia fue una especie de fermento con la que creció la renovación ideológica, intelectual y literaria que, en aquel momento, se produjo en ambas márgenes del Río de la Plata. Enfermó muy gravemente de tuberculosis y viajó a Francia tratando de encontrar una cura para su mal, pero murió a los 34 años de edad, en Arcachon, en la Gironda francesa.

Su obra literaria volcada en cientos de artículos periodísticos tiene su mejor expresión en la serie “Lo que son los yerbales paraguayos”, donde denuncia la terrible explotación a la que son sometidos los trabajadores guaraníes. “El Dolor Paraguayo”, otra recopilación de sus artículos logró exponer ante las nuevas generaciones las trágicas consecuencias de la inicua Guerra de la Triple Alianza.

Su influencia en la cultura suramericana fue inmensa. El uruguayo José Enrique Rodó, el paraguayo Augusto Roa Bastos, el argentino Jorge Abelardo Ramos y hasta el joven Jorge Luis Borges, han reconocido la huella dejada en ellos por su potente pluma.

El dandy libertino de los salones madrileños se convirtió en la selva paraguaya, en tribuno del dolor de su pueblo y en profeta de su redención histórica.

sábado, 24 de diciembre de 2011

Esta noche tenía

el corazón destrozado.

Un amor matutino,

en una tarde de sol,

llenó de cielo mi noche

y, como siempre, la noche

se convirtió en amargura

de escarcha y madrugada.


Buenos Aires, 23 de diciembre de 2011

domingo, 18 de diciembre de 2011

El destino que carga con la Victoria o Moira y Berenice

El destino que carga con la Victoria

o Moira y Berenice

Silvia tenía, entonces, veintitrés años. Además Silvia era hermosa. De pelo color caoba, delgada, de ojos juguetones y brillantes, Silvia era coqueta, seductora y, como había nacido en Buenos Aires, un poquito histérica.

En esa epoca Silvia estudiaba Derecho en la Universidad Católica Argentina. De clase media y de padre profesional, la alegre Silvia estaba comprometida en casamiento con un muchacho compañero de estudios, católico, conservador y, posiblemente, aburrido.

De no haber pasado nada de lo que pasó, Silvia y su futuro abogado se hubieran casado. Es más, ya tenían fecha de matrimonio: un día del mes de junio de 1970.

Pero aquellas eran épocas en que nadie podía estar seguro de que su novia llegaría en fecha y hora al pie del altar. Eran épocas en que las chicas rubias y bellas, de clase media y de padres profesionales, incluso las que estudiaban Derecho en la Universidad Católica, se habían alborotado.

El Cordobazo había conmovido la paz impuesta por un bigotudo y obtuso general de labio leporino, el autoproclamado jefe de la Revolución Argentina, Juan Carlos Onganía. Había venido para quedarse veinte años, tenía las urnas bien guardadas y gustaba de entrar airoso a la inauguración de la Sociedad Rural en una carroza tirada por caballos. Había sido jefe de Remonta en Tandil y tenía con los nobles equinos muchas cosas en común. Pero de pronto el país había comenzado a sacudirse y en ese 29 de mayo de 1969, una airada multitud de estudiantes, obreros industriales y vecinos, en Córdoba, hartos de la autocracia militar, se habían alzado con una energía desconocida.

Y el impulso se había extendido por todo el país. Hasta los recoletos claustros católicos había llegado el alzamiento. Chicos y chicas de buen pasar habían comenzado a discutir airadamente sobre cuestiones que, hasta ese momento, sólo eran motivo de beata caridad, de santurrona compasión. Los pobres, los trabajadores, la doctrina social se mezclaban con el Concilio Vaticano II, la libertad religiosa, el evolucionismo de Teilhard de Chardin, El “Pensamiento de Carlos Marx”, del jesuita Yves Calvez y el sexo prematrimonial. Y en esa vorágine había entrado sin remedio la bella Silvia.

Llevada por estas nuevas preocupaciones Silvia entró en contacto con un pequeño grupo de estudiantes de distintos años de la carrera, apasionados por estas discusiones y muy enfrentados con otros pequeños grupos identificados con el nacionalismo católico o con la secta llamada Tradición, Familia y Propiedad. Mientras aquellos reivindicaban al obispo Podestá o al incipiente Movimiento de Sacerdotes del Tercer Mundo, estos esgrimían al sacerdote Julio Meinvielle, al talentoso Leonardo Castellani o al miserable Cosme Béccar Varela.

¿Quienes integraban este grupo? La mayoría de ellos vive aún -a Dios gracias, digamos- y son jueces, periodistas, funcionarios, abogadas, viudas, esposas de banqueros. Eran hijos e hijas de esa amplia, difusa y tan evidente franja social llamada clase media argentina, que habían estudiado en escuelas públicas o privadas, con esa intensidad y esmero con que se enseñaba en aquellos años. Tenían la vida por delante y nada les parecía más importante que esas discusiones interminables en las que se enfrascaban días y noches, esa preocupación permanente por los pobres, como ellos mismos decían, esa sensación de saber que ocurrirían grandes cosas y que ellos querían estar en lo que ocurriera. Todos ellos eran, aún, católicos practicantes, cosa que también iría cambiando con el paso de los meses.

Silvia se integró a este grupo y empezó a frecuentar sus reuniones. En el año 1970, un año después del Cordobazo, el grupo que se había puesto el nombre de Agrupación Estudiantil Nacional y Social, se presentó a elecciones en el centro de estudiantes donde la disputa electoral siempre, hasta ese momento, había sido amistosa y deportiva. La presentación generó un intenso debate, inusual en la vieja casa de la calle Juncal, cerca de la Cinco Esquinas. Aunque no ganó, le dio una impronta política a la disputa que atrajo la atención de las autoridades y les valió muchas veces el mote de infiltrados.

La muchacha tenía, como se ha dicho, fecha de casamiento, con todas las pompas y circunstancias del caso: vestido exclusivo, misa de esponsales, gran fiesta en el Plaza o en el Alvear, un largo viaje a Europa, lista de regalos en el Bazar Inglés. En las reuniones del grupo en cuestión, que también eran asados en Luján o almuerzos en un inolvidable restaurante de Belgrano, en Pampa y la vía, que ya no existe, Silvia conoció a Ricardo, un rosarino emparentado con la familia del diario La Capital, donde trabajaba como corresponsal, flaco, simpático, conversador y que manifestaba una creciente simpatía hacia el peronismo, por un lado, y las alternativas armadas por el otro.

Fue un flechazo. Silvia y Ricardo se enamoraron. Pero se enamoraron mal, mucho. Quien sabe si fue porque estaba por casarse, porque Ricardo parecía todo lo contrario de su convencional novio o por todo lo que la relación ofrecía de prohibido en aquellos días, pero el caso es que Silvia y Ricardo se convirtieron en protagonistas de una comedia de amor como Los Paraguas de Cherburgo, que nos conmovía por entonces. La cosa se fue haciendo insostenible con el pobre novio oficial que sentía que el pampero de la revolución le alejaba su rubia mujercita. Hasta que un día Silvia decidió fugarse de su casa y romper de esa manera con la ilusión casamentera. Todos los integrantes de aquel grupo participaron en la conspiración, la alojaron durante algunos días en sus casas u ocultaron sus pertenencias, mientras Silvia se encontraba furtivamente con Ricardo en departamentos prestados o en hoteles-alojamiento, como se los llamaba antes que la pudibundez municipal los bautizara albergues transitorios.

Hasta que un día, o una noche, o una siesta o un amanecer, Silvia quedó embarazada. Sus amores con Ricardo tuvieron un fruto, un hermoso fruto que nacería meses después y se llamó Moira, el nombre griego de las diosas que tejen el destino.

Silvia y Ricardo comenzaron a vivir juntos. Con su empleo y algunas otras colaboraciones Ricardo comenzó a mantener un hogar.

Pero, ya lo dijimos, los tiempos eran tormentosos. Los otros miembros del grupo también comenzaron a casarse y a definir, cada uno, el camino político que consideraban oportuno y eficaz.

Ricardo prosiguió el que había elegido durante ese vertiginoso año. Fue acercándose a Montoneros y a su aparato de prensa. Pocos años después sería el codirector de El Descamisado, el semanario de la organización armada.

En algún momento, el amor fue languideciendo entre Silvia y Ricardo, en situaciones de las que no tengo el menor conocimiento. Ricardo se fue alejando también de mi vida. Ya no lo veía sino esporádicamente y el ambiente político había comenzado a espesarse. Nada sé de lo que pasó en esos años con Moira, la hija de Ricardo y Silvia.

Aquellos años eran potentes no sólo para la política. El cine movilizaba también a jóvenes inquietos, innovadores, buscadores de caminos distintos en una Argentina que se resistía a lanzarse por rutas nuevas. Miguel era uno de esos jóvenes. Había filmado una película de largo nombre que muy pocos habían visto pero que se introducía lentamente en las conversaciones de aquellos días. Miguel había comenzado a convertirse en un director de culto.

Y en algún momento Miguel y Silvia se encontraron y se enamoraron. Yo alcancé a estar con ellos una noche de ese corto período que va de 1973 a 1976 y que en nuestra memoria se ha convertido en un larguísimo ciclo por la cantidad abrumadora de experiencias que nos traían cada una de las jornadas. Silvia seguía siendo hermosa, levemente snob, divertida y simpática. Vivían en un agradable departamento, lleno de objetos viejos y nuevos, libros y mantas sobre los sillones. Formaban una linda pareja y aún no tenían hijos.

En 1976, Silvia y Miguel tuvieron una hija a la que le pusieron el extraño nombre de Berenice. Ignoro si en homenaje a Edgar Allan Poe y su macabra historia o invocando la esperanzada etimología del nombre: “portadora de la victoria”. Pero le pusieron Berenice.

Y, como con tantas otras historias que comenzaron en aquella corta primavera, llegó el horrible invierno del golpe de estado -videlamartínezdehozmuerteydesasosiego- y dejamos de vernos.

En 1977 lo encontré a Ricardo. Había ido a buscar a mi hija a la escuela que está cerca de la Recoleta, cuando lo veo en la vereda de enfrente. Sinceramente, el corazón me dio un vuelco, como dice el lugar común, y miré alrededor antes de cruzar a saludarlo. Me contó pocas cosas, pero me dejaron con una sensación que aún hoy puedo reconstruir: Eramos algo como dos “dead man walking”. “Dos boletas caminado” se decía también, con el humor negro con que los humanos conjuramos el horror. Nos abrazamos. Habían pasado tan sólo unos años desde aquella elección en la Facultad de Derecho de la UCA. Éramos aún dos hombres jóvenes que no habían cumplido 30 años. El pasaba los días en la calle, en bares, caminando. Y a la noche dormía en diferentes lugares. Como yo, también iba a encontrarse con su hija, Moira. A los dos la muerte nos acechaba.

En algún momento de esos meses, Ricardo, Moira, Silvia, Miguel, mis hijas, mi mujer y yo nos fuimos a cualquier parte y seguimos en cualquier parte esa historia que comenzara en 1969.

Ricardo y Moira fueron a parar a Italia. Silvia, Miguel y Berenice recalaron en Paris, con una valija llena de negativos de las dos películas que Miguel había logrado hacer. Mi mujer, mis hijas y yo aterrizamos en Estocolmo, la ciudad donde se había muerto de frío Renato Descartes.

Y nunca más supimos de nuestras vidas.

Nunca más hasta hace unos días cuando escucho y veo por la televisión que hay un extraña película francesa que amenaza con llevarse muchos premios y hasta el de Mejor Película Extranjera en la competencia del Oscar. Una película en blanco y negro, muda, que cuenta una melancólica historia de un actor del cine mudo que no logra superar el umbral del cine sonoro. Y escucho que la protagonista es una actriz francesa, nacida en Argentina, de nombre Berenice Bejo. El corazón me vuelve a dar otro vuelco, pero esta vez de alegre sorpresa. Me meto en Internet, en la prodigiosa Biblioteca de Alejandría virtual, que casi como en el Aleph, nos permite ver todo desde todos los puntos posibles, y me encuentro que también Moira, en Italia, se convirtió en una actriz de la cual hablan los periódicos. Que ha filmado nada menos que con Liliana Cavani y que Moira y Berenice, además de medio hermanas, son grandes amigas.

Se me apareció el rostro juvenil de Silvia, su desparpajo, su maravilloso atolondramiento de veinte años. Se me aparecio Ricardo y el abrazo en la calle Ayacucho. Me cayó sobre los hombros el peso de que yo y mi generación teníamos detrás toda una historia.

Si Berenice gana el Oscar me encantaría brindar con ella, su hermana y todos sus padres en aquel viejo restaurante de Pampa y la vía, que ya no existe.

Buenos Aires, 18 de diciembre de 2011.