miércoles, 16 de septiembre de 2009

La felicidad, esa inalcanzable sensación

El Vestido, la segunda película de Paula de Luque, es extraña y sutilmente femenina. Cuenta una historia de amor frustrado, donde la cobardía impide a un hombre enamorado separarse de su esposa y el compromiso de una mujer con un hombre y la pequeña hija de éste convierten en dulce y dolorosa memoria los momentos de íntima amistad con aquél.

De Luque decidió contar esta historia en una especie de rompecabezas narrativo en el que el presente, el pasado, los recuerdos y los sueños se mezclan en un vertiginoso caleidoscopio que la inteligencia del espectador armará definitivamente en el momento mismo de la palabra fin. El resultado es un torrente, nunca desbordado, de emociones, de suaves y fugaces momentos, de pequeñas miserias y traiciones, de inteligentes diálogos y de bellísimas imágenes y armoniosos encuadres. El Vestido es una película femenina que deja la sensación de que de esa manera, aparentemente arbitraria, sin orden ni sentido finalista, es como la mitad del cielo vive y siente el amor, la entrega, el abandono, la traición y la fidelidad: una especie de fragmento de un discurso amoroso contado por una mujer.

No obstante ello, no hay culpas ni víctimas en la historia que cuenta Paula de Luque. Hay, simplemente, la evidencia de que así es la vida, así somos los hombres y las mujeres: seres desgarrados, tironeados, transidos, que sólo buscan, muchas veces infructuosamente, un poco de felicidad compartida. Si el padre del protagonista la encontró en el amor de un hombre que llora femeninamente su muerte y la joven heroína en la amistad con la hija de su pareja, el protagonista masculino de la película parece partir, al final del filme, sin haberlo logrado. Una sombra de infelicidad, de tristeza viril e irremediable, lo acompaña.

La propuesta, en su sorprendente originalidad, mantiene una estructura gramatical de notable solidez en la que el espectador encuentra indefectiblemente respuesta a sus interrogantes y desconciertos. La belleza deslumbrante de la protagonista, Antonella Costa, y la masculinidad rotunda de Eduard Fernández ayudan, sin duda, a enfatizar cierto carácter paradigmático de la película de Paula de Luque. La fotografía es, como dije, bellísima e impecable. Con este filme, la hermosa bailarina de Nucleodanza se ha convertido definitivamente en una gran directora de cine.

Buenos Aires, 16 de setiembre de 2009

miércoles, 2 de septiembre de 2009

Los Robertos aparecieron en San Telmo

El lunes fue una gran cena la de la Oesterheld. El Torcuato Tasso, centro tanguero de San Telmo, rebalsó con más de 250 amigos y amigas que vinieron a saludar y a escuchar a Gabriel Mariotto, el interventor del Comité Federal de Radiodifusión y autor del proyecto de la nueva Ley de Servicios Audiovisuales, que Cristina presentó al Congreso el jueves pasado. La ley pondrá fin a la vigencia de una ley de radiodifusión dictada por Videla y Martínez de Hoz y, sobre todo, al monopolio que Clarín ejerce sobre los medios audiovisuales. Su texto propone que el espectro mediático sea repartido en tres partes iguales entre el Estado, el sector empresarial y las organizaciones sin fines de lucro. La multiplicación de las frecuencias, como resultado del desarrollo técnico, no significará entonces una nueva y más totalitaria monopolización empresaria.

Pero todo esto no es más que un introito, aburridamente politizado, a lo que en realidad importa.

Esas cenas se caracterizan por el hecho de que se come muy poco y se toma mucho. La condición del módico precio que se obtiene no es la cantidad, y mucho menos la calidad, de la comida sino una continua provisión de Vasco Viejo en todas las mesas hasta que se acabe la reunión. De manera que después de gritar, discutir, echar vainas, piropear a las muchachas y dar millones de besos y abrazos, a eso de las dos de la mañana me fui con Vivi, una buena chica, a tomar una última botellita de malbec en algún bodegón de San Telmo.

Encontramos abierto el Seddon, un amplio pub irlandés, atendido por una Molly argentina, amiga desde hace muchísimos años. El lugar tiene una gigantesca pantalla de televisión en la que, al momento de sentarnos a la mesa, estaba cantando Silvio Rodríguez.

Brindamos Vivi y yo por los fantasmas de los ingleses muertos en la zona cuando la invasión de 1806 y de pronto escuchamos que Silvio está cantando Te recuerdo Amanda. Curiosamente esa es la canción que cantaba el entonces marido de Molly, un sueco llamado Rolf Hansson, en la película Mirta de Liniers a Estambul, que tiene Roberto Hernández Montoya y que tendrá que devolverme cuando yo le devuelva la Ferrari. Miro hacia la pantalla y veo que Silvio está dando un recital en Caracas, con una maravillosa profusión de banderas mirandinas.

Y de pronto, amigos, en el medio de la noche porteña, aparece Roberto Hernández Montoya, diciendo, como de costumbre sus consabidas intrascendencias. Ahí estaba uno de los Robertos, mientras los pocos parroquianos que quedaban en el lugar no entendían mis gritos y mi alborozo.

Pero inmediatamente, detrás de este Roberto aparece el otro Roberto, el holandés errante, pronunciando sus habituales verdades y sus profundas observaciones.

También recuerdo que había un argentino que gritaba: "Ahí están mis panas, ahí están mis panas". Recuerdo también que Vivi sacó unas fotos y que Molly llamó a un patrullero.

Después no recuerdo más nada.

Pero las fotos quedaron como testimonio de la noche en que se aparecieron los Robertos en San Telmo.



Buenos Aires, 2 de setiembre de 2009

lunes, 17 de agosto de 2009

Tete me contó que lloró por Pina Bausch



Cuando hace unas semanas apareció la noticia sobre el fallecimiento de Pina Bausch, la genial coreógrafa alemana que puso su marca a la danza de fines del siglo XX, con su mezcla de virtuosismo corporal, expresionismo alemán y aliento universal, lo primero que pensé fue en el Tete.


En otro lugar he hablado de este bailarín porteño, de sus prodigiosos valses y de su eterna juventud. Además de ello es, posiblemente, el mejor maestro de tango, el único, o uno de los pocos, que enseña a bailar, a escuchar la música, a mover el cuerpo de acuerdo a ello. Es de los pocos, en suma, que considera que el tango es como todas las otras danzas populares, algo donde la música manda. No hay pasos extraños en sus lecciones, nadie sale sabiendo hacer un gancho o un sandwichito. Pero todos, sin excepción, aprenden a caminar al ritmo que manda la orquesta. Ninguno sabe nada del otro mundo. Nadie ha aprendido ninguno de esos prodigiosos voleos que despiertan la admiración en el mundo entero. Pero todos hemos salido bailando al piso, siguiendo el tiempo que marca la música, caminando.

Y eso es en realidad bailar el tango. Sabido eso no habrá necesidad de aprender pasos, que desvelan a los aprendices europeos o norteamericanos. Cada uno irá encontrando sus propios pasos. Cada uno irá inventando su propia coreografía improvisada. Cada uno descubrirá que aquí, en este tiempo, puede poner su pie derecho al lado del pie derecho de su compañera, detener el paso y lograr que el solo impulso, la mera inercia, saque en ella un gancho con su pierna izquierda enroscada en la propia pierna derecha y lograr, luego, que esa misma pierna pase entre medio de ambos, suavemente, insinuándose al rozar la pantorrilla del varón, hacia un nuevo paso. Pero para eso, lo único que hay que saber es bailar con la música, caminar, transmitir a la ocasional compañera la seguridad de estar pisando exactamente en el momento justo.

Eso es lo que enseña el Tete.

Y eso debe ser lo que encontró Pina Bausch cuando lo vio bailar, hace años, en el Sunderland, la legendaria milonga de Villa Urquiza.

Hoy lo encontré a Tete en Porteño y Bailarín. Lo invité a mi mesa y conversamos de esto que yo quería hablar con él desde el día que salió en los diarios que Pina Bausch había muerto.

- Yo estaba allá, en Colonia- me cuenta el Tete. – Quise ir, pero la mina que me había contratado no me dejó, aunque Wuppertal quedaba bastante cerca.

Se pone serio Tete.

- Cuando llegué a Buenos Aires, fui a mi pieza y revisé las fotos, los libros, los vídeos en donde estoy con Pina. La lloré mucho. Yo estuve durante cuatro años en su compañía enseñándole tango a ella y a todos sus bailarines. Yo siempre me pregunté porque me había elegido a mí, de todos los bailarines que encontró en Buenos Aires. Uno de sus colaboradores, Dominic, me lo contó. Me dijo que Pina le había dicho que yo tenía una orquesta en la cabeza. ¡Mirá vos! ¡Una orquesta! No es que tenga una orquesta, es que escucho la música. En realidad, es lo único que sé hacer.

Y se pone serio y melancólico Tete. Sabe, es perfectamente conciente, que su amistad con Pina Bausch, el respeto y la admiración de la alemana por su modo de bailar y de enseñar, lo vincularon, sin habérselo propuesto, a un momento de la historia de la danza occidental. Y que ese tango que había aprendido a bailar de otros hombres, haciendo de mujer hasta que estuviera en condiciones de dar los pasos del hombre, se había integrado a la corriente universal del arte contemporáneo.

- Yo bailé con ella, me cuenta, en el Theatre de la Ville de París. Era en su obra Nur Du, y había un tango. Yo le propuse otro distinto al que ella había elegido. Le dije que pusiera Pavadita, por Pugliese. Y después, dentro de la misma danza, algo de, no me acuerdo, Biaggi o Varela. Y bailé con ella en París. Nadie sabía que Pina había aprendido a bailar el tango, ni siquiera su compañía. Fue maravilloso…

Esto me cuenta el Tete, a la madrugada en Porteño y Bailarín, después que yo le dije que el día que leí en el diario que había fallecido Pina Bausch pensé en él.

- Tengo las fotos, tengo los videos, tengo todos los recuerdos. No necesito que salga en el diario que el Tete Rusconi fue el maestro de tango de la compañía de Wuppertal. ¿Para qué? Pero te juro que cuando volví a mi pieza y empecé a mirar todo eso, lloré, de verdad lloré.

Y se va el Tete a bailar un vals con una hermosa italiana de vestido verde, de pelo renegrido que se emociona con la sola invitación. Y nuevamente, como todas las noches, otra bella mujer se pierde en los giros que Teté marca con su panza, con su torso, con su pensamiento.

Buenos Aires, 17 de agosto de 2009

jueves, 23 de julio de 2009

América Latina, esa hermosa transculturación


Cultura y Alteridad
(En torno al sentido de la experiencia latinoamericana)
José Ramiro Podetti
Monte Ávila Editores Latinoamericana C.A.
Caracas - 2007
Premio Internacional de Ensayo Mariano Picón Salas, 2007 de la Fundación Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos
El objeto de este apasionante libro es la identidad de nuestro continente, nuestra identidad latinoamericana. O mejor dicho de la contradictoria identidad latinoamericana que, en cada momento histórico, en cada intento de definición política, en cada reflexión choca con un elemento que surge de su propio interior, de su ser, la alteridad, el otro: una identidad atravesada por la conciencia de ser otra cosa distinta a los atributos que esa identidad denota.
El autor parte, para su investigación histórica, antropológica y filosófica, del célebre discurso de Simón Bolívar ante el Congreso de Angostura, en 1819. Allí, el Libertador, a punto de sentar las bases institucionales y políticas de la gran nación continental, se pregunta sobre nuestra identidad y llega a una respuesta que pone justamente un enorme interrogante identitario. Dice Bolívar: “Es imposible asignar con propiedad a qué familia humana pertenecemos”. Y esta respuesta casi asombrada del Libertador, escribe Podetti, se convierte en la clave de la cuestión sobre la identidad, ya que la definición sobre nosotros mismos implica necesariamente una noción, un concepto del otro, una idea de la alteridad, para poder afirmar que no somos como los otros.
Para su tarea, Ramiro Podetti remonta su análisis, en el que la historia de las ideas juega un papel esencial, al momento mismo del descubrimiento, que unifica, por primera vez en la historia, un escenario humano a escala planetaria. En el pensamiento filósofico europeo, la aparición del continente americano dará origen a una reflexión que se inicia con la Relictio de Indis de Francisco de Vitoria, que pone las bases a la noción de una comunidad mundial y, por lo tanto, de un poder mundial. Considera, entonces, Podetti que los cinco siglos que van de la llegada de Colón a Guanahaní hasta hoy es “el período de transición entre las historias locales y la historia universal propiamente dicha”, y establece un paralelo entre ambos niveles históricos y la relación historia personal-historia local. “Las comunidades son a la comunidad mundial lo que los individuos son a la comunidad” dice casi aforísticamente el autor al iniciar su obra.
La idea, que Podetti desarrolla con maestría y enjundia, es que el llamado “Descubrimiento del Nuevo Mundo” no remite al hecho físico del contacto del europeo con el suelo y la humanidad americana, sino a que ese contacto hizo que, por primera vez en la historia, el ser humano descubriese el mundo en su totalidad, alcanzase una noción de universalidad de la que carecieron todas las culturas anteriores. En suma permitió “el descubrimiento del mundo”.
Con esta idea como eje de su investigación, Podetti establece paradigmas culturales clásicos, convirtiendo al viaje de Cristóbal Colon en la realización del simbólico viaje de Ulises, sobre todo en la versión que el Dante da del héroe griego. Traspasar las columnas de Hércules, salir del mare nostrum implicaba e implicó salir al encuentro del orbis alterius, de la totalidad desconocida de los otros. Los relatos de los europeos llegados a tierras americanas dan cuenta de que en sus cabezas venía la propuesta del desafío homérico, cuando el propio Colón supone que el Orinoco es uno de los cuatro ríos del Paraíso dantesco o en la convicción del jurista Antonio de León Pinelo de que el Paraíso había estado en Suramérica. Será a partir de 1492, afirma Podetti, que la experiencia del mundo no será tan sólo el conocimiento geográfico, sino “la experiencia del mundo como comunidad”. En ese sentido profundo de la llegada europea a nuestro continente Podetti encuentra la razón por la cual cientos de discípulos de Francisco de Vitoria, creador del Derecho Internacional Público, se trasladan a América y desde acá influyen en el acontecer político e intelectual de su época.
El plateamiento histórico-filosófico de “Cultura y Alteridad” recorre un camino que va desde el reconocimiento a Bernardino de Sahagún, que en México funda la Antropología con su “Historia general de las cosas de Nueva España” hasta Giambattista Vico, en quien ve el primer antecedente de un pensamiento basado en la experiencia humana o sea de la historia. Y la base material para ese desarrollo, que independiza la acción del hombre de la acción de Dios o los dioses, es, para Podetti, la aparición de América.
El tema del mestizaje americano y el impacto que las teorías etnológicas europeas tienen sobre este mundo de misturas raciales es el siguiente paso en su análisis, en el que la fórmula sarmientina de “civilización o barbarie” manifiesta, dice Podetti, que “lo que para el mundo europeo significaba un conflicto de alteridades, en el mundo latinoamericano se convertía en un conflicto de identidad”. Esto llevó a que lo que en Europa era una lucha con otros –la barbarie- en América Latina se convirtiese “en una lucha consigo mismo”. O como afirma el mexicano Leopoldo Zea: “el hispanoamericano eligió una de las formas de su ser y trató de cortar definitivamente la otra”.
Uno de los capítulos del libro está dedicado a analizar el peso que tuvo, en el pensamiento europeo sobre América y Africa, la concepción política derivada de la etnología –el racismo-, especialmente en pensadores de mucha influencia en nuestro continente como Hume, Locke, Montesquieu y Hegel, arquetipos de la modernidad europea. La siguiente cita tomada de "El Espíritu de las Leyes" es un ejemplo de ello: “aquéllos de quien se trata son negros desde los pies a la cabeza; y tienen la nariz tan achatada que es casi imposible compadecerse de ellos. No es posible aceptar la idea que Dios, un ser tan sabio, haya puesto un alma, sobre todo un alma buena, en un cuerpo todo negro… Es imposible suponer que estas genes sean hombres, puesto que si así lo supusiéramos, se comenzaría a creer que nosotros mismos no somos cristianos”. Una línea de pensar que culminará en el francés Arthur de Gobineau y su condena al entrecruzamiento racial. Estas ideas europeas conjugadas con la ideología basada en el Antiguo Testamento propia del sectarismo protestante –con su traslación ahistórica del concepto de pueblo elegido- darán como resultado el racismo anglosajón norteamericano y el colonialismo inglés con “la carga” del hombre blanco cantada por Kipling.
La parte culminante del libro de Podetti es la que, después de esta extensa introducción en la historia de las ideas, analiza la obra y evolución ideológica de cinco autores latinoamericanos emblemáticos. El uruguayo José Enrique Rodó –pionero del concepto nacional de América Latina-, el peruano Francisco García Calderón –el defensor de la idea del mestizaje-, el mexicano José Vasconcelos –con su idea de la raza cósmica de nuestro continente-, del cubano Fernando Ortiz –y su elogio a la transculturación- y, por último, del peruano Víctor Andrés Belaúnde –y su crítica al indigenismo que reduce nuestra historia a la realidad anterior a la conquista- son analizados por el autor, como antecedentes y expresiones de la potente capacidad de unificación cultural y antropológica del continente.
En estos cinco autores se dan, de distinta manera y en distintos momentos históricos, las confluencias raciales y culturales por las que el otro –la alteridad, lo distinto- se conjuga y cuestiona la propia identidad latinoamericana. El crecimiento avasallante de los EE.UU. que describe Rodó, el rechazo a la pureza racial pregonada en Francia de García Calderón, la presencia definitoria de la vertiente africana de Fernando Ortiz y la mestización cultural de Belaúnde dan como resultado lo que Podetti denomina y elogia como “transculturación”: una realidad en la que prima “la utopía antropológica de síntesis de todas las razas”, fenómeno exclusivamente latinoamericano en el que el autor ve, además, “el pricipio posible de una verdadera comunidad política universal”.
En suma, “Culura y Alteridad” es una obra cuya lectura resulta impostergable en el momento de analizar y proponer un proyecto cultural latinoamericano, propio e intransferible. Distinto al europeo en la medida en que “el otro” forma parte inescindible de la propia identidad común.
Ramiro Podetti es un porteño radicado, desde hace veinte años en Montevideo, donde realiza una importante actividad intelectual como profesor universitario. Amigo y discípulo de Alberto Methol Ferré, cuya influencia se percibe en esta obra, Podetti recibió el prestigioso premio Mariano Picón Salas al Ensayo en el 2007. El sistema cultural de la Revolución Bolivariana premió así una obra que aporta, desde una perspectiva intelectual propia y representativa de la tradición latinoamericana, al cauce de la unidad continental.
Buenos Aires, 23 de julio de 2009