El duende de la barba blanca
Jorge Waisburd llevaba un registro sobre todas las maneras posibles en que sus compatriotas escribían su apellido, partiendo del hecho de reconocer que las posibilidades de equivocación eran tan infinitas como comprensibles. Nadie imaginaba que ese abstruso sonido escondía algo tan sugerente como “Barba Blanca”, que es lo que originariamente quería decir.
Lo traté durante los últimos diez años, a partir de conocerlo en la dirección de la “2x4” y pude admirar el notable sentido poético con que asumía la tarea radial tanto como la pasión irresistible que tenía hacia el tango, hacia su música y hacia sus letras.
Jorge poseía, además de una voz única en el medio, de tonos graves, ronca y aterciopelada a la vez, una inagotable creatividad sonora, un exquisito buen gusto para elegir melodías, acordes y arpegios que usaba en sus pequeñas composiciones radiales, que le dieron una personalidad única en el mundo a aquella “2X4” de fines del siglo pasado.
Era dueño de dos atributos contradictorios, un gozoso sentido del humor y un carácter irascible y, muchas veces, caprichoso: dos poderosas razones para que nos peleásemos tantas veces y con tanta vehemencia como con frecuencia y vehemencia nos divertíamos juntos.
Con Jorge aprendí, ya grande, cuando se cree que ya es imposible aprender nada, la belleza de un texto evocativo fundido a unos lentos acordes de un bandoneón tocado por Rovira o por Mingo Moles, ese amigo de su corazón que una noche se tomó el piro, dejándolo con el alma herida para siempre.
Improvisaba, con una música de fondo que hacía subir y bajar, al ritmo de su fantasía, inolvidables poemitas espontáneos que llevaban a sus oyentes por delicados y somnolientos senderos, donde la llovizna caía sobre un desconsuelo, o el sol sonreía ante un beso primerizo.
Este ruso más argentino que el dulce de leche, criado en la amistad y el respeto a Lionel, su casi tío Edmundo Rivero, cuya voz, recordaba Jorge, acompañaba las fiestas familiares, los cumpleaños y los Años Nuevos, hizo los mejores programas de tango de todos los tiempos, un género al que el mal gusto, la obviedad y la mala poesía amenazan permanentemente en reducirlo a una ramplona sucesión de tangos mediocres, presentados por estólidos y mal envejecidos locutores.
Admiraba a los poetas y por eso ofreció su amistad a Alejandro Zwarcman –otro rusito que le ha dado al tango contemporáneo algunas de las mejores letras, como “Pompeya no olvida”- y que hoy lo llora con razón y sin consuelo.
Amaba y respetaba infinitamente a los músicos, a quienes recibía con los brazos abiertos en la radio, cuando llegaban con sus CDs recién salidos. Pepe Libertella y Luis Stazzo, Acho Manzi y el Tata Cedrón, Juan Vattuone y Roberto Alvarez, para dar sólo algunos nombres que aparecen en la memoria en este momento doloroso, lo consideraban su amigo y Jorge los trataba con la delicadeza con que se toma una pieza de porcelana, conciente tanto de su valor como de su fragilidad.
Sabía que la música y la poesía ocupan un lugar definitivo en la vida de los hombres y concebía su actividad profesional como el nexo para que esa música y esa poesía que produce esta ciudad que tanto amaba, llegase a los hombres y las mujeres que, con ellas, eran más ricos, más nobles, más bellos.
Va a ser muy difícil pensar en Jorge Waisburd como ausente para siempre. Esta maldita, esta bendita, esta desagradecida, esta generosa Buenos Aires que nos ha tomado el corazón y nos hace impensable vivir en otro lado, ha perdido un amigo, un ladero, una pierna linda para recorrerla, descubrirla y volverle a declarar nuestro amor. Va a ser difícil pensar otra armonía de ciudad, tango y radio distinta a la que Jorge creó a pura amor y talento.
Dentro del Jorge Waisburd que todos conocimos anidaba, por esas cosas del nombre, un duende de barba blanca, que seguramente se ha quedado con todos los que hoy pensamos que esta tristeza tiene razón y fundamento: su muerte nos hace más pobres, más solos, más frágiles.
Buenos Aires, 12 de noviembre de 2007.
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