domingo, 5 de agosto de 2007

El día que Josephine Baker suspiró por un argentino


El irish-argie Luis Alberto Murray fue un peronista, católico de firmes convicciones, con importantes incrustaciones anarquistas, admirador de León Trotsky y de Gilbert Keith Chesterton, poeta y cuentista, gran amigo de la Izquierda Nacional y un extraordinario bebedor de Old Smuggler.

Su relación con la Izquierda Nacional viene de su entrañable y nunca quebrantada amistad con Jorge Abelardo Ramos. En plena Década Infame, alrededor del año 33 o 34, se produjo una huelga de estudiantes secundarios. El pelirrojo Abelardo Ramos y el castaño claro Luis Alberto Murray, de marítimos ojos celestes, eran militantes ácratas, lectores de Eliseo Reclus y Rafael Barret. Ambos fueron expulsados del colegio al que concurrían y forjaron una amistad que duró hasta la partida del último en irse, Luis Alberto. Era imposible, so riesgo de una serie pelea a trompada limpia, hacer el más mínimo comentario crítico a Ramos en presencia de Murray. Algo parecido a lo que todavía hoy ocurre con Alberto Methol Ferré. Una amistad de acero basada en la admiración y en una profunda complicidad intelectual.

Fue por su amistad con Ramos que Luis Alberto llegó a ser Secretario de Redacción del periódico -una sábana que salía semanalmente- Política que Ramos publicó a principios de la década del 60.

Extraordinario periodista, escribió deliciosas notas históricas en la época en que Clarín era todavía un diario donde se podían apreciar buenas plumas, con buena cultura y una cierta inteligencia, dónde todavía no existían los egresados de las facultades de comunicación social incapaces de escribir una gacetilla o ignorantes de lo que no salga en CQC.

Tengo la sensación de que lo que voy a escribir a continuación ya lo he contado antes. Pero frente a la duda prefiero reiterarme.

Un día, en el living de su departamente en Catalinas Sur, Jorge Enea Spilimbergo me contó la leyenda que circulaba alrededor de Murray y a cuya verosimilitud aquél le ponía muchas fichas.

Luis Alberto Murray era en los años cincuenta un tipo de unos treinta y pico de años notablemente agraciado. Sus ojos, su mandíbula cuadrada -de la que ignoro sus virtudes erógenas, pero que, según todos los indicios, tiene un enorme atractivo sobre las damas-, su fina y recta nariz, su delgada elegancia, causaban estragos en el otro sexo y era motivo de constantes satisfacciones y húmedos pecados que sólo Dios sabe cómo pesaban en su irlandesa alma , siempre dispuesta a la confesión, el arrepentimiento y el propósito de enmienda.

En aquella época, y como producto de la contraofensiva política lanzada por el gobierno peronista contra la administración norteamericana, llegó al país como invitada oficial, al modo como Sean Penn acaba de ser recibido en Venezuela, la legendaria bailarina Josephine Baker. Ya había estado en Buenos Aires, a fines de la década del veinte, cuando el gobierno del presidente Yrigoyen, en medio de la campaña oligárquica que terminaría en el golpe del 30 de setiembre, prohibió que bailara, como solía hacerlo, con sus senos al aire. En su compañía de entonces no figuraba aún un hombrecito moreno, nacido en el Chaco, de madre indígena, y que la seduciría, unos años después, con el arte deslumbrante de sus dedos sobre las cuerdas de la guitarra y quién sabe sobre dónde más: el maravilloso Oscar Alemán.

Pero la Venus de Ebano no era ya, en los 50, “una diva del jazz europeo, con atávico síncopa de gene afro, que había tatuado pupilas con su cuerpo tallado en temblor de quásar y fibra de ónix”, como, con chirriante mal gusto, la describe un ignoto biógrafo. No era ya la veinteañera cimbreante, de grupas sobrenaturales, que con una faldita hecha con bananas, sacudía sus caderas en los grandes cabarets del mundo. La Baker era entonces una bella cuarentona, cuidada, sonriente y elegante. Tenía tan sólo unos kilitos más que cuando los grandes hoteles norteamericanos le cerraron sus escenarios por la supuesta promiscuidad de sus espectáculos. Ya había vuelto a Francia y adoptado la ciudadanía francesa. Ya se había convertido en heroína militar de su país de adopción, por su valiente participación en la Resistencia y su grado de teniente auxiliar de la Aviación Francesa. Ya podía, si lo deseaba, cubrir sus generosos pechos con la Legíon de Honor y la Medalla de la Resistencia recibidas al terminar la guerra.

Josephine Baker era en ese momento una luchadora contra la discriminación racial en su país y contra la pobreza. Había comenzado a adoptar niños desamparados de todas partes del mundo y lo hacía como parte de una campaña política por denunciar la miseria en que la plutocracia dominante en su país, EE.UU., imponía, no sólo en el resto del mundo, sino sobre su propia sociedad. Desde los EE.UU. la diva negra había proclamado su solidaridad con el gobierno peronista y había agradecido la ayuda que Eva Perón había enviado a los pobres de New York.

La Baker se alojaba en el Hotel Plaza.

Hacia allí marchó el periodista Luis Alberto Murray a cumplir con la misión que le había impuesto su jefe, en la agencia oficial de noticias: entrevistar a la visitante.

El reportero realiza su labor y vuelve a la redacción. Al llegar, el jefe lo llama a su oficina.

- ¿Qué paso?, ¿qué le hiciste a la negra?, le pregunta a boca de jarro.

El periodista no sabe de qué le están hablando.

-Nada, murmura.

- Acaba de llamar y pidió que le enviaramos nuevamente al reportero al hotel porque lo quiere conocer y charlar con él.

Y así fue, me contó aquel día Spilimbergo, que Murray volvió al Plaza y Josephine Baker pudo conocerlo como se debe.

Unos años después me invitaron al cumpleaños de Saúl Ubaldini, en la Federación de Cerveceros, en la calle Humahuaca. Allí me lo encontré a Luis Alberto y me senté a su lado durante la cena. Al terminar, sería la medianoche o la una de la mañana, salimos juntos y fuimos a tomar una copa a Las Violetas, antes de su reapertura. Obviamente no fue una copa sino una interminable serie de Old Smuggler que finalizó, ya de día, cuando cambió el turno de los mozos, y los dos, con paso inseguro, nos retiramos del lugar. Aquella noche, gracias a la confianza que genera saber que tanto uno como el interlocutor están completamente ebrios, le pregunté si la leyenda era cierta.

- Esas cosas hay que mantenerlas en la leyenda, me dijo. No deben ser ni desmentidas ni confirmadas.

La Baker, nacida Mc Donald y cuyo padre había vinculado sus genes con la verde Erin, seguramente se llevó a la tumba un buen recuerdo de dos argentinos tan distintos como fueron el negrito Alemán y el rubito Murray.

A la señora le gustaban los chicos de todas las razas.


Buenos Aires, 5 de agosto de 2007.