Me moriré en París con aguacero,
un día del cual tengo ya el recuerdo.
Me moriré en París y no me corro
tal vez un jueves, como es hoy, de otoño.
César Vallejo
Era un tano por dónde se lo mirara.
Más bien petizo, con varios kilos de más, con una pelada misteriosamente encubierta con largos cabellos del costado de su cabeza y mucha gomina, con setenta años y pico y con una cantidad de madrugadas, de humo de cigarrillos, de volver en el colectivo con la “jaula” entre las piernas, que sobraban para repartir y dejar cansados a un batallón de recolectores de basura. Pero bastaba que a Pepe Libertella le hablaran del tango, le propusieran una presentación en Buenos Aires, para que su conversación se desbordase incontenible en proyectos, en recuerdos, en cariñosos reproches a viejos colegas que ya se han ido, en sabios consejos a los que seguían su huella y en el deseo de hacer escuchar su inolvidable, su único sonido, en Buenos Aires, a su gente.
Pepe, el incansable, el inagotable conversador, estaba cansado, harto ya de recorrer infatigablemente el mundo para juntar los dólares, los euros o los yenes necesarios para poder pasarse unos meses entre los suyos, sus paisanos, y poder presentar el increíble, el portentoso Sexteto Mayor que armara con ese otro tano, viejo dulce y amigable, que hoy debe sufrir como un hermano, Luisito Stazzo.
Estos dos italianos, salidos de una película de Roberto Rosellini o de Victorio de Sica, elevaron esa musiquita de conventillo y organito, ese modesto sonsonete de casa de citas en un maravilloso sonido sinfónico que desataba en las almas de quienes lo escuchaban todo el vendaval de la pasión, el dolor del olvido, la desesperación de la soledad, el regocijo del amor y la amistad. Verlos tocar juntos, Pepe a la derecha del escenario y Luisito a la izquierda, ha sido inolvidable. Codo a codo, los dos tanos llevan con el fuelle la melodía, mientras el ruso del violín despliega todo el venero romántico de su instrumento. Pero de pronto es el momento en que toda la orquesta, todo el torrente sonoro se concentra en estos dos viejos tocadores del fuelle. Se miran apenas. Luisito tranquilo y concentrado en la partitura como si fuera la primera vez –y llevan treinta años haciendo lo mismo-, Pepe, apasionado, rojo el rostro mofletudo por la energía que su cuerpo transmitirá al misterioso sistema de botones y lengüetas, dispuestos arbitrariamente sobre los costados de la jaula, estira, absurdo gusano sonoro, el fuelle con disnea y entre los dos conversan vaya a saber de qué lejanos recuerdos, de qué noches olvidadas o de qué tristes historias del paese lejano.
Y la música vuela cuando Pepe, el tano gordo, sonríe mientras toca, porque nada le gusta más, y Luis, el más flaco y canoso, serio se reconcentra en una nota que no quiere morir. Pero hay un momento en que ya no pueden seguir sentados. El gordo, Pepe, se incorpora casi de un salto sorprendente, pone el bandoneón sobre el muslo de la pierna izquierda que apoya en la silla, abre los brazos para rodearnos a todos con la infinita cinta de Moebius del fuelle, el rostro bañado por el sudor del esfuerzo y el gusto. Y entonces el tango abre las puertas del cielo sobre las que nos precipitamos los simples mortales a descubrir los infinitos placeres del néctar y la ambrosía. Pero el otro italiano no quiere ir a menos, y con mayor lentitud y parsimonia –la que corresponde a su espíritu sereno y sedentario- se pone de pie, levanta su pierna izquierda para desplegar desde allí el arcano de su liturgia concelebrada: sumos sacerdotes, místicos druidas, cuyo puñal de obsidiana es este maldito tango que arranca nuestro corazón del pecho y se lo entrega a los ángeles negros del deseo, a los oscuros pájaros de la nostalgia, a los demonios de los amores perdidos para siempre, a los duendes perversos de la culpa y el olvido.
Pepe murió en París, como presintió Vallejo. Aunque fuera lunes y en invierno.
“Les trottoirs de Buenos Aires”, aquel boliche legendario de los años en que muchos argentinos habían quedado anclados en París por cuenta y orden de una patria sometida al tormento y el saqueo, hizo memorables las veladas del Sexteto Mayor, con las erres guturales de Cortázar y su extraña añoranza por el país que abandonó, con la belleza serena de Chunchuna Villafañe, con la mirada soberbia y melancólica de Pino Solanas, y convirtió a la orquesta de este tano aporteñado y de su amigo Luis en la mejor orquesta de tango del mundo.
Luisito Stazzo se ha quedado muy sólo con el recuerdo entrañable de Pepe.
Pero cada vez que un fuelle se estire hasta el límite mismo de su extensión, cada vez que un nuevo sacerdote de este rito inevitable vuelva a arrastrar las notas, haciendo eterna su momentánea fugacidad, volverá a presentarse este duende de Buenos Aires, este genio metido en los pliegues del bandoneón que es el querido, el inolvidable Pepe Libertella.
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