Mi amigo Marcos Iaffa, un argentino residente desde hace 20 años en Madrid, me invitó a un recital del Astor Quintet, en un hermoso sótano cercano a la Plaza Santo Domingo que lleva el sugerente nombre de Café Berlín.
Pero antes, quiero contarles quien es mi amigo Marcos Iaffa.
Es un arquitecto porteño a quien conocí en la milonga hace 25 años. Su abuelo era un inmigrante de Odessa, con pasaporte ruso, y su padre fue un convencido y sincero comunista argentino que, en sus años mozos, vino a España a combatir junto a las Brigadas Internacionales por la República y contra los fascistas. En España se enamoró de una bella muchacha campesina y entre metrallas y canciones unieron sus vidas. Al caer Madrid, el hombre fue hecho prisionero de la morralla franquista, dejando a su compañera embarazada. La intervención del gobierno argentino, posiblemente del presidente Ortiz, permitió su libertad y su repatriación. Ya en la Argentina recién pudo reunirse con su española un par de años después. La muchacha llegó al puerto de Buenos Aires con un niño de la mano, quien por primera vez conoció a su padre. Era el hermano mayor de Marcos.
Marcos creció en un hogar comunista y sus primeras armas políticas fueron en la lucha entre “la libre” y “la laica”, en las calles porteñas, a fines de los años 50. Pasó por todas las divisiones de la izquierda socialista de la década del 60 y mantuvo con su padre y su madre una diferencia política esencial. Al contrario de ellos, obvia y casi necesariamente aferrados al mundo de la preguerra, nunca compartió una mirada lapidaria y cancelatoria del peronismo. Pasó por la CGT de los Argentinos y terminó en una militancia cercana al Partido Comunista Revolucionario. Hemos descubierto en Madrid que Chiche Perelman, Darío Lagos, Antonio Sofía y Ricardo Chornik -a destacados militantes y dirigentes de ese partido y con quienes compartí enfrentamientos y coincidencias- eran también sus amigos.
Pero a Marcos lo conocí en la milonga. A los cincuenta años se acercó, como yo, al baile y el caminar abrazado con una hermosa mujer al compás de un tango, de una milonga o un vals se convirtió en su segunda vida.
Y a principios del siglo se vino a Madrid para instalar una milonga. Y le fue bien. Logró continuar su profesión de arquitecto y, algunas noches a la semana, era el anfitrión de españoles y españolas que también caían bajo la seducción de Troilo, Di Sarli y Miguel Caló. Mi amigo cerró hace años su milonga, pero esa exitosa experiencia lo hizo un referente tanguero de esta ciudad.
Marcos, entonces, me invitó al Café Berlín. Y pude presenciar un recital de una hora y media del Astor Quintet. Son unos músicos fenomenales, grandiosos, que han logrado encontrar, como diría Julián Centeya, “el misterio profundo de la cosa” y suenan como si Piazzolla, López Ruiz, Kicho Díaz, Osvaldo Manzi y Baralis llenaran el escenario. Su repertorio es exquisito y recorren casi todas las etapas de Piazzolla, desde su inicial “Triunfal” que convenció a Nadia Boulanger que su alumno era antes que nada un bandoneonista de tango hasta el apabullante “Biyuya” de su etapa más avanzada.
Mi pensamiento se vio brutalmente invadido por la idea que -quizás, quien dice, Dios no lo permita- esa Argentina que produjo a Astor y a estos músicos que estaban en el escenario, finos virtuosos de su instrumento, capaces de captar el espíritu, la textura del gran compositor, sean animales en peligro de extinción. Que la Argentina que los produjo -todos ellos estudiaron en la escuela pública, tres de ellos egresados de la Escuela de Música Popular de Avellaneda- desaparezca y los argentinos, talentosos, cultos, educados, un poco soberbios y algo prepotentes nos convirtamos en una especie de gitanos, sin país, con solo tradiciones, con una música y una cultura propia, dispersa por el mundo, sin asentamiento posible. Una raza basada en el recuerdo, en la literatura, en la música y en la memoria de hombres y mujeres que vivieron y crearon un paraíso perdido que desapareció de la faz de la tierra.
Porque así se ve la Argentina desde lejos. No es nostalgia, es casi desesperación. Una pandilla de vulgares e ignorantes charlatanes al servicio de una clase bastarda, inculta y sin arraigo, movidos tan solo por una miserable crematística, sin horizonte, sin futuro, sin civilización, destruye los cimientos humanos, económicos y sociales del país, mientras los argentinos discutimos sobre nuestro
luminoso pasado.
Sé que suena apocalíptico y trágico. Pero Cartago dejó de existir.
Madrid, 8 de septiembre de 2024
Cantan combatiendo al capital y se asombran cuando ese combate al capital rinde sus frutos. Que burros son los peronistas
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